Servando, el torpe
camarero de Huesca, y doña Reme, la viudita del general que no llegó a sorche,
salieron del café cuyo techo era la patria de las arañas cuando ya el cielo
estaba obscurecido y el fresco nocturno se pegaba en el rostro. Detrás dejaron
al dueño del café hermanado con el estruendo del cierre metálico al bajar. Doña
Reme, la viudita del general que no llegó a sorche, no cejaba en las miradas
sicalípticas que echaba al bueno de Servando, el torpe camarero de Huesca,
quien a cada paso mermaba su tamaño ante la consistente y rotunda contextura de
doña Reme. Doña Reme, la del escote recalentado con café, no dejó de hablar a
Servando, el torpe camarero de Huesca, de lo espléndidamente que me va la vida,
de la bonita casa que tengo aquí al lado, unas calles más abajo, de los buenos
años que pasamos mi general y yo en la bella ciudad de Ceuta, sirviendo en
Regulares, del lustre que saco a diario a las medallas que mi general ganó en
mil y una batallas, de lo sola y
desatendida que me ha dejado este mariconazo con eso de morirse, etc. Y, de
este modo, con un Servando, el torpe camarero de Huesca, empequeñecido como un
liliputiense en estado de desgracia, llegaron al portal de Doña Reme, la del
escote recalentado con café, donde ésta le dijo:
-
Anda Servando que cómo me has dejado el escote con el café hirviendo. Todavía me
arde por fuera y sobre todo por dentro. Tendrás que subir a mi casa y aplicarme
un ungüento de aloe vera más bueno que el bálsamo de Fierabrás para calmar estos
ardores.
Servando, que no hacía otra cosa que asentir
bobaliconamente como con miedo a las palabras, se acordaba a cada instante de
las palabras que le dijo el dueño del café, del que no hemos dicho su nombre y
sin nombre se queda: “Sé galante con ella, acompáñala a casa…” Así que subieron
los irregulares escalones de madera que
separaban el portal del primer piso como Dios está mandado: la fémina por
delante meneando su nalgatorio de Venus prehistórica, y el minúsculo varón,
siguiendo con sus ojos el baile trémulo de las nalgas que le precedían, ascendiendo
por detrás para evitar, como buen caballero, que en caso de accidental tropezón
de la fémina que la misma caiga y se pueda lastimar; aunque, todo sea dicho,
Servando, el torpe camarero de Huesca, iba creciendo con el hipnótico contoneo
que le precedía seguía teniendo aspecto de pollito mojado y poco podía hacer si
la voluminosa voluptuosidad de doña Reme, la del escote recalentado con café,
caía sobre él.
Una vez en el interior del piso, doña Reme, la del escote
recalentado con café, ofreció a su invitado una copita de anís de Chinchón,
que, ya sabe usted, que en otro sitio no saben hacerlo así de bueno. Servando,
el torpe camarero de Huesca, ante el etílico ofrecimiento y venido arriba con
la subida de las escaleras, recordó las palabras de su jefe, que sin nombre se
queda, y aparte de asentir como el perrillo con cuello de muelle de los de
bandeja de Renault 7, añadió
desvergonzándose:
-Y
una copita de coñac también me vendría bien, doña Reme.
-
¡Uy! No me llames doña Reme. Te permito que me tutees, a pesar de mi condición
de viuda de General. – Añadió a las palabras una mirada devoradora, de esas que
dejan restos de saliva por la piel por donde pasan.
Doña Reme, la del descote recalentado por Servando, sacó
del mueble dos copas, una botella de anís y otra de coñac terciada. Antes de
sentarse muy cerquita de Servando, el de los ojos rijosos, puso sobre la mesa
las copas, las botellas y un tubo de crema de aloe vera, el que calma las
calenturas.
-Mira Servando cómo me
has dejado el escote – dijo doña Reme mientras acerba su descote arrebolado a
escasos milímetros del morro de su invitado, notando éste el galope de la
salacidad aquí en el punto medio del cuerpo-. Si todavía arde - agarró el
occipucio del fascinado Servando, el de los ojos rijosos, y lo empujó
enterrándolo en el chamuscado y dadivoso escote.
Después, ya se sabe, traqueteo de locomotora por los raíles
de los muelles del somier, gemidos de mezzosoprano en mi bemol mayor; Servando
esmerándose con ahínco entre tremulosas, voluminosas y no por ello menos voluptuosas
carnes femeninas, y doña Reme dando rienda suelta a su incandescente viudez.
Saliva, sudor, salitre y un melífero sabor que el amor en primera instancia
dispersa por el ambiente.
La mesa de mármol del café que, por la provecta edad de
los contertulios, más parecía lápida que mesa, se fue llenando de los
parroquianos habituales: don Tirso, el diplomático; don Gumer, el rijoso; don
Cefe, el filólogo circuncidado; don Francisco, el torrero de salón, etc. Todos
echaron en falta a don Meme, que no memo, que tras el vapuleo recibido el día
anterior parecía haberse tomado unos días de asueto. Hablaban de asuntos
superfluos tales como literatura, filosofía o ciencia a la vez que Servando, el
torpe camarero de Huesca, servía los cafés que por habitualidad no era
necesario pedir con una sonrisa de arrobamiento colgada de donde normalmente
estaba situada su boca. Don Gumer, el rijoso, ávido observador en lo que a
materia sicalíptica se refiere, se percató de que Servando, el torpe camarero
de Huesca, no tenía la misma cara que a diario gastaba; y, una vez servidos los
cafés encima de la lápida que otrora era mesa, golpeó complacientemente con el
codo a Servando y guiñando un ojo le soltó:
-Por
tu cara parece que asperjar el café sobre el rotundo descote de doña Reme tuvo
un final digno de contarnos ¿no? - Servando, el torpe camarero de Huesca,
encendió el farolillo rojo de la vergüenza sobre su cara. Doña Reme, la del
escote recalentado con café y sin café, miraba
desde el fondo del local con la lujuria que la autoridad gubernativa permitía en los cafés a su camarero en
funciones de bombero. – No te pongas colorado y cuéntanos, cuéntanos – insistía
don Gumer, el rijoso, en tono picarón.
-
Poco que contar, don Gumer, – replicó Servando – salvo que el Chinchón que doña
Reme tiene en el mueble bar es lo mejor
que he probado.
-
Ha de ser maravilloso navegar por tan ubérrima pechuga – se relamía por dentro
don Gumer, el rijoso, imaginándose en esa situación.- ¿Seguro que sólo estaba
bueno el Chinchón de doña Reme?
-
Don Gumer, no sea usted cotilla – sentenció don Tirso, el diplomático.- Deje trabajar a Servando y no se meta en sus
asuntos.
Servando agradeció a don Tirso, el diplomático, el quite
que le había hecho y continuó con sus quehaceres tras la barre del café. Don
Gumer, el rijoso, dejó de escuchar lo que en la mesa-lápida se decía y comenzó
a imaginar la escena de cama de Servando y doña Reme, fantaseando con que ésta
era una ágil salatriz de las artes amatorias. De repente, alterado por su
fértil y pirógena ensoñación se levantó de la mesa y raudo salió del café sin
despedirse de los integrantes del cenáculo, aunque, cierto es, poca falta hacía. Veloz caminaba calle abajo
buscando en sus bolsillos las pesetas necesarias para hacer tangible su
imaginación en un fenicio devaneo.
En el café, por otro lado, todo seguía con su normalidad:
don Tirso, el diplomático, dictando sentencias a troche y moche oculta bajo su
pellejito y su terno enjaezado de variopintos lamparones; don Cefe, el filólogo
circuncidado, tomando notas y haciendo comentarios sobre el buen y correcto uso
del lenguaje; don Francisco, el torero de salón, recogiendo la ovación en un
coso de tercera en sus sueños de ojos abiertos; doña Reme, la del descote
recalentado por su camarero-bombero, desvistiendo con su sicalíptica mirada al
bueno de Servando, el camarero-bombero; y Servando, el torpe camarero-bombero
de Huesca, deseando escuchar tras de sí el estruendo del cierre del café al
bajarse y así poder acompañar a su doña Reme a su pisito de aquí al lado y
poder saborear la copita de Chinchón preceptiva y luego, Dios dirá.