Y
poco a poco España se oxida, inexorablemente, casi sin hacer ruido, y los lenes chirridos
que la herrumbre produce en los goznes de la vida apenas son escuchados por el
urbanita quedo que los españoles llevamos dentro, cuasi con orgullo. Los envejecidos
pueblos fenecen ante el empuje irremediable y la fuerza inconmensurable del
progreso urbano, que engulle sin remedio a sus hijos, a sus abuelos, pobres
sabios impedidos que marchan del lugar donde nacieron, donde vivieron, donde
amaron con pasión, donde criaron a sus hijos, donde sudaron la gota gorda del
esfuerzo vital, donde están enterrados sus padres y abuelos, todo ello para ir
a morir a una aséptica habitación de hospital o en la gélida habitación de un
asilo o, tal vez, en la casa de algún hijo donde no se encuentra invitado pero
sí se siente un extraño.
Y con la muerte de los pueblos no sólo muere el pueblo y
sus escasos habitantes, también muere una parte importante de nuestra
identidad, del ser que siempre hemos sido y nunca más volveremos a ser, una vez
que el trajín urbanita nos sea inoculado en nuestras venas llevándonos de acá
para allá, haciéndonos así olvidarnos de esa parte de nuestra identidad que nos
estorba como si de un lastre se tratara, esa parte de nuestra identidad que huele
a muerto. También muere el amor por la Naturaleza en estado puro; el amor por
la tierra que nos daba de comer; el amor por la caza de hambre y no de trofeo,
la que nos decía cuando es bueno y cuando no disparar al conejo o la perdiz, adaptándonos, al fin y al cabo,
a los ritmos naturales de la procreación; el amor por el ganado, que no
mascotas, y su pastoreo como siempre se ha hecho, que nos aportaba el trabajo y
la carne para el cocido; el amor por la agricultura que nos ofrecía, tras duro
esfuerzo, el pan nuestro de cada día. Y las palabras: también morirán las
palabras que nos sirvieron para reconocer a ciencia cierta los utensilios y
para qué se utilizaban, los árboles y sus usos, los pájaros, las flores; las
palabras que conformaban los refranes repletos de sabiduría, los romances con
tristes y alegres finales, las canciones de matanza y las de fiesta.
Y mientras tanto, en la ciudad, los desmemoriados
gobernantes, preocupados por el terciopelo con el que se encuentra tapizado el
sillón al que se aferran e incluso se encadenan para nunca ser desalojados,
olvidan, como buenos e interesados olvidadizos que son, que los pueblos y,
sobre todo, sus gentes son también parte de lo que tienen que gobernar y
administrar. Y así dejan que las escuelas rurales se vayan cerrando, no sé si
por ignorancia o a sabiendas, y crean leyes educativas absurdas e ineficaces
que obligan a los niños a salir de su colegio y por ende de su pueblo antes de
tiempo para ir a la ciudad a rematar sus estudios obligatorios, teniendo que
hacer una hora de autocar o, por otro lado y aún peor, emigrando con sus padres,
dejando al pueblo sin niños ni matrimonios jóvenes que aporten la
imprescindible vitalidad que los pueblos necesitan.
Y qué decir del médico rural, que tiene que recorrer
varios pueblos a la semana, sin poder prestar servicio diario en cada uno de
ellos, a la vez que muchos profesionales españoles tienen que emigrar a Reino
Unido u otros países europeos, con la falta que hacen aquí. En las poblaciones
envejecidas donde las enfermedades y los achaques de la edad son evidentes en
el día a día, se hace harto necesario la presencia del médico rural, que
atienda, que escuche (a veces con esto basta) y que preste un servicio básico
para el bienestar social.
Y no nos olvidemos de los abusivos impuestos de
sucesiones, que no contentos con tener que pagar al Estado sanguijuela por
enésima vez la casa de tus padres, sablean sus ahorrillos de toda una vida de
privaciones. Esta importante e innecesaria sangría se convierte en el
descabello de la vida rural, la puntilla que destroza la cerviz de los pueblos.
El urbanita español asido con fuerza al olvido de sus raíces y ahíto de
imágenes en pantallas de plasma y de conexión a internet, no está dispuesto, y
con lógica, a tener que pagar a hacienda por la casa de sus padres o de sus
abuelos, necesitando para ello unos ahorros imposibles de ahorrar y unas
ganas de volver a sus raíz que tiempo ha que desaparecieron. Y las casas, y los
huertos, y las cercas, y las suertes y los prados quedan incultos a la espera
de que el Estado carroñero los devore sin remedio ni solución, si no antes han
sido devastados por el fuego.
Y este importante problema se torna de difícil solución.
Mientras no exista conciencia de su existencia y deje de ser una breve noticia
en el telediario para convertirse en un problema a solventar, no se va a empezar
a buscar posibles soluciones. Porque el problema, que no noticia, afecta no
sólo a los pueblos y sus habitantes sino también a la Naturaleza que los
circunda, creándose así un problema medioambiental, y eso, muy señor mío, son
palabras mayores, pero de donde pueden empezar a llegar remedios. Porque el
urbanita medio de reciclaje diario y conciencia ecológica recién adquirida al
que los abuelos de chaleco y boina y el cabrero sin futuro se la traen al
pairo, pero, amigo, el Medio Ambiente, que no se la trae al pairo, eso sí que
necesita protección. Y de ahí sí que podrán salir soluciones mediante presiones
a los cómodos gobernantes de terno azul y coche oficial en la puerta. Y hasta entonces
no se ofrecerán ayudas, facilidades y subvenciones para la repoblación (como si
de tierra conquistada a moros se
tratase) de los pueblos que languidecen y se extinguen. Hasta que esto no
ocurra, seguiremos subvencionando a colectivos que realmente no lo necesitan
aunque les sirvan para vivir sin trabajar o a los que de problemas individuales
hacen graves problemas sociales o desperdiciando el dinero en obra pública
inútil, ridícula y que sólo sirven para llenar bolsillos ajenos. Y millones de
agujeros sin tapar que no me caben en este escrito.
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