viernes, 10 de junio de 2011

El báculo labrado

            Aprovechando que soplaba un lene céfiro que le acariciaba la cara salió de paseo con su traje de verano color crema. Se ajustó su sombrero panamá y se apoyó en su báculo de madera labrado, más por la edad que gastaba que por la necesidad física de usarlo. Ufano caminaba sonriendo a las damas que, generalmente, hacían caso omiso de un anciano feliz elegantemente ataviado. Por fin, una joven de ágiles pasos sonrió ante el gesto de quitarse el sombrero a su paso; esta sonrisa le agradó y girándose le dijo: “Buenos días, señorita.”
            Antes de perderla de vista, las suelas de sus zapatos claros temblaron con vehemencia. Perdió el equilibrio y cayó al suelo; de nada le sirvió el báculo labrado. Vio cómo del cielo caían piedras y trozos de ladrillos. Sus sienes se habían convertido en bombos fuertemente percutidos donde la sangre rebotaba violentamente desde su vetusto corazón. Su mente se encontraba atestada de impotencia. Sus exánimes piernas apenas podían hacer el intento de incorporarse. Sus aterrados ojos miraban en rededor en busca de algún tipo de ayuda. Notó el calor de la sangre derramándose por su frente: Un cascote le había alcanzado. Quiso levantarse y echar a correr; pero su cuerpo casi inerte no respondió a sus deseos. Se sintió abatido. Vencido. Impotente. Prematuramente fallecido.
 La gente corría sin dirección concreta. Despavoridos. Nadie reparaba en el anciano del traje color crema que yacía en el suelo a merced del terremoto. Algunos incluso saltaban sobe su cuerpo buscando un incierto refugio a la furia natural. Vio a gente que gritaba. Gente que lloraba. Gente histérica.  Y él, al ver su traje color crema sucio y deshilachado, muy despacito se abandonó, se dejó ganar la batalla.
Cuando ya todo le pareció perdido y sus oídos empezaban a dejar de oír el estruendo que le circundaba, sintió una plácida mano que con un pañuelo le secaba la sangre de la frente. Logró levantar la vista y una sonrisa afloró en su boca: la joven de pasos ágiles que antes le sonrió, le decía palabras de ánimo mientras le ayudaba a levantarse. Cuando logró incorporase, distinguió su elegante báculo roto y sin vida entre los escombros. Una lágrima descendió, irremediablemente atraída por la gravedad, por la mejilla de la chica de ágiles  pasos.

El viejo profesor

No, nunca me dio clases en  viejas aulas de crucifijo y rígidas sillas de madera y metal. Cuando lo conocí, provecto y jubilado él, bisoño y anhelante yo, huía del ruido como el rayo veloz escapa del trueno en el fragor de la tormenta que nos deja el estío. Siempre acompañaba a su lento caminar un releído periódico bajo el brazo o un libro forrado con los restos del naufragio de aquel releído periódico. Acompañado, igualmente, de sombrero de fieltro en invierno y de su inseparable traje y corbata  para todo tiempo.
                Era locuaz y añoraba a sus alumnos que ahora, seguramente, serán profesores, aulas que antaño eran respetadas como centros del saber y ahora se han convertido en meros centros lúdicos, donde el juego ha desterrado al conocimiento. Hablar de tiempos pasados a un jovenzuelo curioso le atraía y le entusiasmaba; recordar sus años de profesor le rejuvenecía de tal manera que se le notaba en el refulgente brillo de sus ojos; y no menos entusiasmaban a un pipiolo ávido de saberes las sosegadas palabras del viejo profesor. Aquellas palabras eran tildadas por algunos, que no solían escucharle, de locuras de  viejo demente que odiaba hasta el ruido que emitían los latidos de su corazón. Ellos se lo perdían; yo aprendí mucho, sobre todo a escuchar a la gente que tiene algo importante que decir.
                Aquel joven bisoño, por distintos motivos, dejó de acudir adonde se encontraba con el viejo profesor y nunca más supo de él. Por la edad y el tiempo transcurrido, quince años, no creo que ya respire el aire que nos hace vivir.
 Hoy, sentado en el Jardín donde tantas palabras suyas retumbaron en mi cerebro, le he recordado y he pensado qué habrá sido de él. Rápidamente he pensado que ya habría muerto y me he visto en su sepelio quitándome el sombrero en señal de respeto, apenas acompañado por el sepulturero y la plañidera que, aburrida de vivir, acude a todos los entierros. Éstos me miraban con extrañeza y, con gestos, se preguntaban quién era el tipo que se quitaba el sombrero ante un viejo solitario y amante del silencio.