sábado, 28 de mayo de 2011

Herencia

A uno, que tiene claro que el ser humano no es inmortal, aunque en estos tiempos muchos así lo crean, a veces le da por pensar si la parca, siempre injusta y siempre severa, le barre del orbe qué es lo que ha de dejar a sus descendientes. En este Occidente industrial y urbanita los padres desean legar a sus hijos todos los bienes materiales posibles, y así se refleja en los testamentos, y así se refleja en las guerras fraticidas que de ellos manan. Toda una vida de padres esforzados y ahorradores, toda una vida de transmisión de valores y conocimientos se diluye ante la guerra civil que estalla entre hermanos, incluyendo sus anejos, por supuesto. Y todo ello por un terreno baldío que nunca más se va a labrar y que con su venta apenas se tiene para una copiosa cena; por un nicho de sesenta metros cuadrados en el extrarradio de la gran ciudad o por los cuatro duros que se hospedan en una triste y raída libreta de ahorro.
            Ya hemos olvidado que uno de nuestros destinos en la vida es legar a nuestros hijos las cosas inmateriales que han dado forma a nuestra manera de ser, a nuestros sueños, a nuestra forma de afrontar los designios y, en definitiva, al modo de alimentar el alma. Nadie ya se acuerda de contar a sus hijos historias increíbles de dioses mediterráneos díscolos y a la vez reveladores; ni de marinos que tardaban diez años en regresar a sus casas tras mil vicisitudes; ni de caballeros andantes que usaban por tocado vacías de barbero y que eran acompañados y asesorados por analfabetos escuderos dotados de especial gramática parda; ni de comedias de pueblos enteros que por la honra se levantaban contra sus sátiros prebostes; ni de golfillos que picardeaban para medrar entre rufianes; ni de piratas y bucaneros aferrados con su garfio a la negra bandera de su bajel; ni aquellas historias de amor y de guerra, de odio y amistad que han forjado mil ilusiones, mil aventuras y nos han enseñado a vivir con la cabeza bien alta y el corazón bien sujeto a nuestro cuerpo.
            Y ya no sólo lo que se imprimió en viejos libros cubiertos de una densa capa de polvo en los anaqueles de la biblioteca, sino aquellas historias que los viejos, bien sentados al fresco en el umbral de los cálidos veranos hispanos o bien al calor del hogar en el duro invierno, narraban o cantaban acompañados por una simple mesa y una cuchara.  Historias que han labrado la cultura de un pueblo, historias que han enseñado a los inocentes niños a ser mayores justos y honrados, que han matizado y moldeado la vida de unas gentes que hoy apenas tiene cabida en nuestro ególatra mundo. Historias que irremediablemente se pierden cada vez que una de aquellas personas que las contaba al fuego del lar o al fresco que nunca llegaba en este tórrido verano se extingue. Por desgracia, cada vez que esto ocurre se rasga un poquito esa soga que nos amarra  a esta tierra, o a cualquier tierra, en la que los hombres, a fuerza de tesón, han labrado su cultura, su forma de ver e interpretar la vida.
            Y, mientras esto escribo, pienso que al fuego le ha sustituido la televisión y al fresco del verano el aire acondicionado; y las historias impresas se pueden ver en DVD, que cansan menos Y, unas cosas por otras, nos comunicamos menos y nos aburrimos más. Y con esto no quiero decir que sea mejor el atavismo que la modernidad, sino que hay cosas que no debemos olvidar para no olvidar quiénes somos y de dónde venimos.

  ¡Oh, qué cálido era aquel fuego alrededor del cual las historias nutrían nuestras vidas!