lunes, 17 de septiembre de 2012

Arde España


            Arde España. Los montes; los bosques; los pastizales; las dehesas; los Parques Naturales; los Parques Nacionales; en definitiva, el campo, nuestra naturaleza. Muchos factores convergen para que arda España, pero uno, el más importante de todos, es el abandono del campo. Hemos pasado en un puñado de años de una sociedad eminentemente rural a una plenamente urbana; hemos pasado de trabajar el campo a convertirnos en obreros especializados; hemos pasado de convivir con la naturaleza a hollar exclusivamente aceras y asfalto. Las poblaciones rurales de las que muchos provenimos o descendemos se han envejecido, convirtiéndose en fósiles de una sociedad urbanita que vive de espaldas a ellos. Muchos (casi todos) los usos tradicionales de nuestros campos han desaparecido o se encuentran en peligro crítico de extinción. Nuestros abuelos se mueren y se llevan con ellos esa sabiduría ancestral que nadie parece querer heredar, esos atávicos oficios que pierden su continuidad abrumados por el plástico sínico que nos invade. Nuestros pueblos fenecen al ritmo que fenecen los abuelos y sus tradiciones. Nuestro campo se abandona al abandono y se inunda de yesca lista para arder, de un incendio latente a la espera de la chispa que todo lo calcine.
            Muchos medios se han destinado para evitar que España se abrase con la llegada de las buenas temperaturas: retenes antiincendios, Unidades Militares de Emergencia, endurecimiento de las penas para los pirómanos, leyes específicas para evitar todo tipo de especulaciones del suelo, etc. Pero en muchas ocasiones se ha olvidado de una medida esencial: la prevención. Y la mejor prevención es la que se ha demostrado que ha funcionado durante milenios: el uso racional del campo. Desde las podas arbóreas para la producción de carbón vegetal, hasta el pastoreo extensivo de todo tipo de ganado, que además de eliminar de manera natural la maleza fertilizan el campo con sus deposiciones. De estas maneras, la unión de la naturaleza y el ser humano se lo ponen más difícil al pirómano, o al incendio fortuito, ya que el depósito del combustible se encuentra en reserva y puede agotarse antes de extenderse al resto del bosque o de la dehesa.
            Por otro lado, muchas de las personas que abandonan nuestros pueblos lo hacen porque no tienen otra opción laboral y, así, cambian a su familia y su modo de vida por una situación laboral más segura. Muchos de ellos se quedarían en sus pueblos si una condición laboral digna se presentase ante ellos, sin tener que cambiar de lugar ni de vida. La ganadería extensiva y la trashumancia pueden ser una de estas opciones, entre otras.
            La ganadería extensiva ofrece una importante labor de conservación de la naturaleza, evitando los temidos incendios forestales, abonando el campo, como ya se ha dicho, y a la vez proporciona unos productos de consumo con una envidiable calidad. La correcta gestión de este tipo de ganadería genera una serie de beneficios bilaterales, es decir, hacia el productor y hacia el consumidor de los productos que de ella se derivan. Para el productor los beneficios irían orientados hacia la consecución de un trabajo loable y digno, la conservación del territorio por donde pastan los rebaños, así como el mantenimiento de modos de vida y trabajo tradicionales y sostenibles con la naturaleza que les circunda. Para el consumidor los beneficios irían dirigidos hacia una mejor calidad de los productos alimenticios (carne, leche, quesos) y de los derivados del ganado (cuero, lana, productos artesanales). Y un beneficio más que habría que añadir: el rejuvenecimiento de las poblaciones rurales, ya que muchos habitantes de la ciudad se trasladarían a éstas si tuvieran esta oportunidad.  Estos beneficios se pueden lograr por medio del asociacionismo rural y la consecución de denominaciones de origen para los productos que elaboren. Del mismo modo, también son necesarios acuerdos con las distintas Administraciones Públicas para que apoyen de múltiples maneras este tipo de soluciones para el mundo rural. Dichos apoyos pueden ser tanto a nivel económico (cosa difícil que ocurra en los tiempos que corren, aunque existen otros gastos banales que no se suprimen), como a otros niveles como el publicitario, o tecnológico, por ejemplo.
            Con esto no se quiere decir que tengamos que volver hacia atrás, hacia un mundo rural y atávico, pero sí se quiere decir que la gente que vive en el ámbito rural de nuestro país merece este tipo de soluciones, las cuales pueden maridar con el turismo rural y otros tipos de iniciativas que evitan el óbito de nuestros pueblos. Por ello también hay que aprovechar los avances tecnológicos que se nos proporcionan para lograr estos objetivos, facilitando el duro trabajo del campo, así como la venta de los productos que se obtienen del mismo, la gestión de este tipo de negocios y, por supuesto y por el interés que en ello les va, la conservación de la Naturaleza.

martes, 11 de septiembre de 2012

Cumpleaños


           Andabas siseando bajo la lluvia, cubierto de una capa amarilla y precedido de unas pocas vacas lecheras que anticipaban tu aparición con el sonido característico de sus cencerros. Yo esperaba apoyado en el umbral de la puerta, temeroso de la lluvia que te empapaba, para verte, para saber que ahí venías con tu inseparable siseo en los labios. Este bendito recuerdo me acompaña en multitud de ocasiones y me hace recordar que me llenaba de alegría verte, ir contigo al campo a cuidar del ganado, a que me enseñaras lo que era un milano y un pedo de lobo. Soñaba constantemente con que llegara el tiempo estival en el que me reuniera contigo, en el que disfrutara de tu presencia que hoy, precisamente, añoro.
            Cuando enfermaste, te cuidaba con el máximo cariño que te podía dar, a pesar de las edades tontas en las que uno tiene que entrar y descuida la infancia que quiere abandonar, pero que nunca ha de olvidar. Y yo nunca he olvidado, porque la infancia que tuve ha forjado al adulto que ahora soy, el adulto que llora cuando te recuerda y que recuerda todo lo que aprendí de ti, de aquellas vacaciones que deseaba que fueran eternas, de aquel contacto con los animales, de la vida del pueblo, de los sueños pueriles de quien esto firma (estos sueños que todavía me rondan en noches de duermevela y que, aunque irrealizables, aún deseo que afloren a la realidad cotidiana).
            Tampoco olvido la felicidad que se retrataba en tu cara cada vez que aparecíamos en tu casa para pasar unos días, el cariño que nos ofrecías y lo que te gustaba jugar con nosotros, llevarnos para arriba y para abajo, en tus cotidianas labores. Orgulloso de nosotros: tus dos únicos nietos, que te llenaban de dicha y alegría.
            No puedo evitar que resbale por mi mejilla unas lágrimas cuando esto escribo, porque no puedo olvidarte, y menos el día de tu cumpleaños.
Ese siseo que siempre te acompañaba ha sido un sello de identidad, una forma de recordar melodías que nunca he abandonado desde que tú me enseñaste a hacerlo cuando apenas alcanzaba el metro de altura.

martes, 26 de junio de 2012

Período de tiempo


Lanzas con fuerza la última colilla al suelo, de la que una pavesa, sin ínfulas nada más que de apagarse, sale disparada unos, para ella, gigantescos centímetros. Buscas entre la maraña de objetos de tu bolso unas huidizas llaves que cobran vida cuando tu ciega mano tantea la coriácea coraza de la que está hecha tu bolso. Por fin las atrapas y las sujetas como se sujeta a un ratón por el rabo, casi con asco, tal vez con miedo. Abres la puerta y, sin ser consciente de todo lo que acabas de hacer, entras en casa pensando en desnudarte, ducharte con la infinita tranquilidad del que dispone de todo el agua dulce que corre por las arterias del mundo y tumbarte en el sofá sin hacer absolutamente nada. Te desnudas frente al espejo, desperdigando por toda la habitación la ropa que te acabas de despegar del cuerpo. Observas detenidamente tu absoluta desnudez, tu cuerpo desposeído de todo artificio, libre. Lo miras con la precisión que le aporta al científico el microscopio, asustada, tal vez, por el calor volcánico que en la calle, antes de llegar a casa, has sentido con una vehemencia inusitada. Piensas que ese calor repentino puede ser el pregonero de la extinción de tu vida fértil y eso te hace buscar pruebas y pistas en tu cuerpo desnudo. Tus escudriñadoras pupilas se fijan en tus pechos, que han abandonado la antaño pertinaz posición de firmes por una más calmada posición de descanso. Tu vientre languidece y se dirige hacia el pubis descendiendo la colina que no quieres que se convierta en montaña. Y, tras el descenso, aparece tu vagina, que, retadora, te mira ella a ti, te escudriña como un padre escudriña al novio de su hija que le acaban de presentar; desde su retesamiento te desafía a cambiar de pensamiento o, por lo menos, a variarlo, a matizarlo, a no sentirte frente a un congosto sino frente a una verde pradera en la meseta de la vida. Y para demostrártelo, ufana se desprende de una gota de sangre que, atraída por la gravedad, se desliza por el erógeno interior de tu muslo derecho.
            Te duchas y con los ojos cerrados intentas desencolar de tu mente la mirada retadora de tu vagina, la impúdica gota de sangre que ha marcado un camino en tu muslo, la maldita sensación de abatimiento por el paraíso que crees malogrado. Te coges con ambas manos los pechos y, en un intento de recobrar algo de lo perdido, los juntas y los elevas, intentando devolverles la firmeza desposeída por el tiempo. Los observas largo rato mientras el agua cae sobre ellos y explora recovecos sólo hollados por la saliva de aquel amante esmerado del que, tras  llevarte acunada al séptimo cielo, nunca más supiste, Sueltas tus pechos y al volver a su estado te das cuenta de que la gravedad y los años no han concluido su inexorable trabajo: no han abandonado la formación,  siguen pugnantes, listos para la batalla o, mejor, para la guerra. Y ese pensamiento te hace reír. Y te ríes con una risa vesánica mientras el agua resbala por tu cara, alcanza tus pechos y tras sentirlos apetecibles se dirige, como el marido rijoso, hacia el vello púbico, deseoso de alcanzarlo y, mezclándose con una incipiente menstruación, se lanza al vacío del desagüe. Sigues riendo como terapia de choque contra tus malos pensamientos.
            De repente en un ataque de locura, sales de la ducha corriendo, te sitúas frente al espejo, abres tus piernas ligeramente para mostrar tu sanguinolenta vagina a un insensible espejo que, como contraprestación, te devuelve un cuerpo aún apetecible. Te quedas mirándolo, las gotas de agua están formando un pequeño charco a tus pies y piensas lo tonta que has sido y maldices a voz en grito a tus malditos cambios hormonales.

lunes, 18 de junio de 2012

La parca infantil


Entre la densa bruma del recuerdo añejo, aflora a mi memoria la afligida imagen de un pequeño ataúd de color blanco introduciéndose en un vehículo fúnebre. Acompañando la terrible imagen, se asoma a mis recuerdos pueriles el rostro lloroso de un padre desconsolado con los ojos ajados por las desbordantes lágrimas que, una tras otras, se deslizan por el rostro de la tristeza. No recuerdo nada más. No sé quien era ese pequeño niño que se aloja para siempre en el diminuto ataúd, ni tampoco recuerdo los rasgos de la cara del afligido padre. Es un recuerdo teñido por los brochazos de la ensoñación, muy difuso, pero a la vez muy claro.
El gran maestro del idioma Don Miguel Delibes, en su novela El Camino, narra magistralmente la muerte de Germán, el Tiñoso, cuando se disponía a matar a una culebrilla de agua y el escurridizo légamo le hizo caer y estrellar su cabeza contra las rocas, feneciendo en el acto, a pesar de la ayuda de sus amigos del pueblo. Todo tras discutir con Daniel, el Mochuelo, su amigo del alma, sobre si el canto de pájaro que acababan de escuchar era de ‘rendajo’ o de jilguero.  Germán, el Tiñoso, se marchó al otro barrio creyendo que el último canto que escuchó era el de un ‘rendajo’.
El niño desconocido que iba en su ataúd blanco y Germán, el Tiñoso, son dos ejemplos de muerte infantil. Dos ejemplos de no hace tantísimo tiempo. Dos ejemplos a sumar a tantos otros niños que, antes de tiempo, montaban con Caronte en su barca. Unos caídos desde algún edificio en ruinas donde habían acudido a saciar la inmensa curiosidad pueril; otros ahogados en ríos, o arroyos, o canalizaciones varias cuando intentaban capturar a esa rana atontada por los primeros frescos del final del verano; otros atropellados por coches mientras corrían tras la pelota de “reglamento”. Otros, los más venturosos, aún lucen una cojera provocada por la fractura múltiple de la tibia y el peroné al caer desde el viejo castillo, o un ojo que siempre mira al frente sin ver lo que tiene delante como aquel alambre que en su día se le clavó, o un dedo meñique que tiene una falange menos que su compañero de la otra mano porque se enrolló entre los eslabones de una vieja cadena oxidada.
Por suerte, se han reducido mucho este tipo de accidentes infantiles y muchos niños han salvado la vida por los avances médicos y de los servicios que acortan distancias y alargan vidas. También es una norma general que los padres acompañan o están muy cerca de los parques y lugares donde desarrollan sus juegos los niños de hoy: unos por temor a que algo les suceda a sus hijos y otros, los menos, además por evitar el vil comentario de ser tildados como malos padres. Los niños que ayer corrían libremente tostados por el sol, hoy son los padres o abuelos que impiden a los niños alejarse más allá de lo que alcanza su vista; y sin embargo, y a pesar de todo, son más permisivos con sus hijos que lo que eran sus padres con ellos.
De todos modos y gracias a los avances médicos antes denotados, hoy en día se ha extendido entre nosotros como un virus una idea de inmortalidad que nos hace vivir ajenos a la muerte, de espaldas a la pálida dama. Lastima que nadie nos explique claramente que la parca es una parte mas, la última, de la vida y a algunos les llega muy pronto y a otros muy tarde, tan tarde que su cabeza, no preparada para ello, les convierte otra vez en pequeños bebés. Pero eso, eso es harina de otro costal.
P.D. Gracias Juanju por ofrecerme esta idea.

sábado, 11 de febrero de 2012

Maldita droga

Suena el teléfono desgarrando la tranquilidad de la noche. Son las tres de la madrugada y  dos agentes bisoños se encuentran ante una inusual situación, requieren el consejo que aporta la experiencia  de su jefe.
-         Jefe, hay un yonqui con un niño de un año en un carrito. No es su padre y no sabe decir qué relación les une.
-         ¿Dónde están?
-         Aquí, donde las cundas.
-         Traedlo para acá.
El jefe no da crédito a lo que acaba de oír. Aumentan sus pulsaciones y nota que la sangre empieza a contaminarse poco a poco de una rabia apenas contenible. Su reciente paternidad le ha hecho más sensible a los problemas que puedan tener los rorros.
Acaban de entrar los bisoños agentes con el yonqui empujando una sillita de paseo con un bebé de apenas un año de edad. Está sucio y luce unos tristes ojos en demanda de cariño. El jefe se percata y le hace una cucamona, que el pequeño agradece con una risita sincera que muestran sus dos dientecillos de abajo. Por su parte, el yonqui está nervioso, parece que necesite fumarse ese chino de caballo que lo traslade del mundo real a ese fantasmagórico  en el que vive. Tiene claro que no quiere estar ahí. El jefe le interroga. “Es mi sobrino”, balbucea inquieto, “bueno… es el hijo de un amigo”. El jefe, a sabiendas de que está mintiendo vilmente, aprieta un poco más las tuercas de su débil engranaje mental. No hace falta mucho para que se derrote: “Me lo ha dejado un amigo mientras iba a la Cañada en una cunda”. Acabáramos.
El jefe saca al niño del carrito y este se abraza a él como un koala. Necesita cariño y se lo agradece al primero que se lo ofrece. El jefe se lo da  a una compañera a la que se abraza con más ahínco si cabe. Huele mal. Se ha hecho caca y el carrito no lleva ni un triste pañal para poder cambiarle. El pequeño sonríe a la joven policía que le acuna. No parece tener sueño.
El jefe llama a un coche camuflado para que lo traslade al Grupo de Menores. A pesar de su experiencia, nunca se había encontrado con una situación tan extraña y a la vez tan dura. No llega a comprender como un padre puede dejar a un hijo tan pequeño con un tío al que apenas conoce y que no sabe cómo le va a tratar ni cómo le va a cuidar. “La puta droga es más fuerte que el amor hacia un hijo”, le dice a la joven policía que acuna al pequeño, a la que no deja de mirar contento.
Cuando llega el coche, el jefe dispone que se lo lleven y que vaya la joven agente con ellos, llevando al niño en brazos. “Id con mucha precaución y muy despacio. El niño no va en su sillita y no podemos arriesgarnos a tener un accidente. Bastante tiene ya el pobre”. El pequeño parece contento.
Pocos minutos después, entra en la Comisaría un yonqui muy sobresaltado, que pregunta por un niño pequeño. El jefe lo hace pasar a la oficina y, sin quererlo, le brilla la ira en sus ojos. Está muy enfadado con lo que acaba de hacer con su hijo y se contiene las ganas de regalarle un sonoro bofetón. “Es mi hijo. Se lo dejé un momento a un amigo porque me fui a comprar tabaco”. Tiene que agarrar la mesa con la mano para no golpearle. “Encima mentiroso, el muy cabrón”, piensa. No puede evitar golpear la mesa con el puño: “Mentiroso”, le grita. Varios agentes acuden a la oficina ante el ruido. El yonqui y presunto padre se siente acorralado. Sus ojos, adormecidos por el efecto soporífero del caballo, miran sin ver a los agentes que han llegado. Mira hacia el suelo avergonzado y dice: “Se lo he dejado a una colega. Me he montado en una cunda y hemos ido a pillar caballo-levanta su mirada hacia el jefe-. Su madre me ha dejado y no tengo con quien dejarle. Soy un enfermo ¿sabe?”.  La férrea mirada del jefe le intimida, agacha la vista y teme que le golpeen. “¡Nadie te va a pegar, cobarde, pero vamos a hacer todo lo posible para que te quiten a tu hijo”, dice una agente.
El jefe ordena al coche que lleva al niño que vuelva a la Comisaría.  Al llegar, el niño no se quiere desprender de los brazos de la agente que le había acunado tiernamente, quizá más tiernamente que nunca en su vida. El jefe, con mucha impotencia,  le entrega el chico a su «padre»: No puede hacer otra cosa. El pequeño rorro no quiere salir del seguro refugio que le ofrecen los brazos que hasta ahora le han abrazado. La situación es muy difícil de digerir, pero no puede ser de otra manera.
Cuando se marchan, el jefe golpea las teclas del ordenador con una fuerza excesiva, la impotencia así le obliga, y redacta un informe dirigido a la Fiscalía de Menores. Mientras tanto, piensa en la maldita vida que le ha tocado vivir a esa inocente criatura.
El jefe termina su turno y al llegar a casa se mete en la cama y le es imposible dormir. Se pregunta si el «padre» podrá dormir.