jueves, 2 de febrero de 2017

Doña Reme y Servando (Segunda parte de una historia en un café)

Servando, el torpe camarero de Huesca, y doña Reme, la viudita del general que no llegó a sorche, salieron del café cuyo techo era la patria de las arañas cuando ya el cielo estaba obscurecido y el fresco nocturno se pegaba en el rostro. Detrás dejaron al dueño del café hermanado con el estruendo del cierre metálico al bajar. Doña Reme, la viudita del general que no llegó a sorche, no cejaba en las miradas sicalípticas que echaba al bueno de Servando, el torpe camarero de Huesca, quien a cada paso mermaba su tamaño ante la consistente y rotunda contextura de doña Reme. Doña Reme, la del escote recalentado con café, no dejó de hablar a Servando, el torpe camarero de Huesca, de lo espléndidamente que me va la vida, de la bonita casa que tengo aquí al lado, unas calles más abajo, de los buenos años que pasamos mi general y yo en la bella ciudad de Ceuta, sirviendo en Regulares, del lustre que saco a diario a las medallas que mi general ganó en mil y una batallas,  de lo sola y desatendida que me ha dejado este mariconazo con eso de morirse, etc. Y, de este modo, con un Servando, el torpe camarero de Huesca, empequeñecido como un liliputiense en estado de desgracia, llegaron al portal de Doña Reme, la del escote recalentado con café, donde ésta le dijo:
- Anda Servando que cómo me has dejado el escote con el café hirviendo. Todavía me arde por fuera y sobre todo por dentro. Tendrás que subir a mi casa y aplicarme un ungüento de aloe vera más bueno que el bálsamo de Fierabrás para calmar estos ardores.
            Servando, que no hacía otra cosa que asentir bobaliconamente como con miedo a las palabras, se acordaba a cada instante de las palabras que le dijo el dueño del café, del que no hemos dicho su nombre y sin nombre se queda: “Sé galante con ella, acompáñala a casa…” Así que subieron los irregulares escalones  de madera que separaban el portal del primer piso como Dios está mandado: la fémina por delante meneando su nalgatorio de Venus prehistórica, y el minúsculo varón, siguiendo con sus ojos el baile trémulo de las nalgas que le precedían, ascendiendo por detrás para evitar, como buen caballero, que en caso de accidental tropezón de la fémina que la misma caiga y se pueda lastimar; aunque, todo sea dicho, Servando, el torpe camarero de Huesca, iba creciendo con el hipnótico contoneo que le precedía seguía teniendo aspecto de pollito mojado y poco podía hacer si la voluminosa voluptuosidad de doña Reme, la del escote recalentado con café, caía sobre él.
            Una vez en el interior del piso, doña Reme, la del escote recalentado con café, ofreció a su invitado una copita de anís de Chinchón, que, ya sabe usted, que en otro sitio no saben hacerlo así de bueno. Servando, el torpe camarero de Huesca, ante el etílico ofrecimiento y venido arriba con la subida de las escaleras, recordó las palabras de su jefe, que sin nombre se queda, y aparte de asentir como el perrillo con cuello de muelle de los de bandeja de  Renault 7, añadió desvergonzándose:
-Y una copita de coñac también me vendría bien, doña Reme.
- ¡Uy! No me llames doña Reme. Te permito que me tutees, a pesar de mi condición de viuda de General. – Añadió a las palabras una mirada devoradora, de esas que dejan restos de saliva por la piel por donde pasan.
            Doña Reme, la del descote recalentado por Servando, sacó del mueble dos copas, una botella de anís y otra de coñac terciada. Antes de sentarse muy cerquita de Servando, el de los ojos rijosos, puso sobre la mesa las copas, las botellas y un tubo de crema de aloe vera, el que calma las calenturas.
-Mira Servando cómo me has dejado el escote – dijo doña Reme mientras acerba su descote arrebolado a escasos milímetros del morro de su invitado, notando éste el galope de la salacidad aquí en el punto medio del cuerpo-. Si todavía arde - agarró el occipucio del fascinado Servando, el de los ojos rijosos, y lo empujó enterrándolo en el chamuscado y dadivoso escote.
            Después, ya se sabe, traqueteo de locomotora por los raíles de los muelles del somier, gemidos de mezzosoprano en mi bemol mayor; Servando esmerándose con ahínco entre tremulosas, voluminosas y no por ello menos voluptuosas carnes femeninas, y doña Reme dando rienda suelta a su incandescente viudez. Saliva, sudor, salitre y un melífero sabor que el amor en primera instancia dispersa por el ambiente.
            La mesa de mármol del café que, por la provecta edad de los contertulios, más parecía lápida que mesa, se fue llenando de los parroquianos habituales: don Tirso, el diplomático; don Gumer, el rijoso; don Cefe, el filólogo circuncidado; don Francisco, el torrero de salón, etc. Todos echaron en falta a don Meme, que no memo, que tras el vapuleo recibido el día anterior parecía haberse tomado unos días de asueto. Hablaban de asuntos superfluos tales como literatura, filosofía o ciencia a la vez que Servando, el torpe camarero de Huesca, servía los cafés que por habitualidad no era necesario pedir con una sonrisa de arrobamiento colgada de donde normalmente estaba situada su boca. Don Gumer, el rijoso, ávido observador en lo que a materia sicalíptica se refiere, se percató de que Servando, el torpe camarero de Huesca, no tenía la misma cara que a diario gastaba; y, una vez servidos los cafés encima de la lápida que otrora era mesa, golpeó complacientemente con el codo a Servando y guiñando un ojo le soltó:
-Por tu cara parece que asperjar el café sobre el rotundo descote de doña Reme tuvo un final digno de contarnos ¿no? - Servando, el torpe camarero de Huesca, encendió el farolillo rojo de la vergüenza sobre su cara. Doña Reme, la del escote recalentado con café y sin café,  miraba desde el fondo del local con la lujuria que la autoridad gubernativa  permitía en los cafés a su camarero en funciones de bombero. – No te pongas colorado y cuéntanos, cuéntanos – insistía don Gumer, el rijoso, en tono picarón.
- Poco que contar, don Gumer, – replicó Servando – salvo que el Chinchón que doña Reme tiene en el mueble bar es  lo mejor que he probado.
- Ha de ser maravilloso navegar por tan ubérrima pechuga – se relamía por dentro don Gumer, el rijoso, imaginándose en esa situación.- ¿Seguro que sólo estaba bueno  el Chinchón de doña Reme?
- Don Gumer, no sea usted cotilla – sentenció don Tirso, el diplomático.-  Deje trabajar a Servando y no se meta en sus asuntos.
            Servando agradeció a don Tirso, el diplomático, el quite que le había hecho y continuó con sus quehaceres tras la barre del café. Don Gumer, el rijoso, dejó de escuchar lo que en la mesa-lápida se decía y comenzó a imaginar la escena de cama de Servando y doña Reme, fantaseando con que ésta era una ágil salatriz de las artes amatorias. De repente, alterado por su fértil y pirógena ensoñación se levantó de la mesa y raudo salió del café sin despedirse de los integrantes del cenáculo, aunque, cierto es,  poca falta hacía. Veloz caminaba calle abajo buscando en sus bolsillos las pesetas necesarias para hacer tangible su imaginación en un fenicio devaneo.

            En el café, por otro lado, todo seguía con su normalidad: don Tirso, el diplomático, dictando sentencias a troche y moche oculta bajo su pellejito y su terno enjaezado de variopintos lamparones; don Cefe, el filólogo circuncidado, tomando notas y haciendo comentarios sobre el buen y correcto uso del lenguaje; don Francisco, el torero de salón, recogiendo la ovación en un coso de tercera en sus sueños de ojos abiertos; doña Reme, la del descote recalentado por su camarero-bombero, desvistiendo con su sicalíptica mirada al bueno de Servando, el camarero-bombero; y Servando, el torpe camarero-bombero de Huesca, deseando escuchar tras de sí el estruendo del cierre del café al bajarse y así poder acompañar a su doña Reme a su pisito de aquí al lado y poder saborear la copita de Chinchón preceptiva y luego, Dios dirá.

sábado, 28 de enero de 2017

España oxidada

                Y poco a poco España se oxida, inexorablemente,  casi sin hacer ruido, y los lenes chirridos que la herrumbre produce en los goznes de la vida apenas son escuchados por el urbanita quedo  que los españoles  llevamos dentro, cuasi con orgullo. Los envejecidos pueblos fenecen ante el empuje irremediable y la fuerza inconmensurable del progreso urbano, que engulle sin remedio a sus hijos, a sus abuelos, pobres sabios impedidos que marchan del lugar donde nacieron, donde vivieron, donde amaron con pasión, donde criaron a sus hijos, donde sudaron la gota gorda del esfuerzo vital, donde están enterrados sus padres y abuelos, todo ello para ir a morir a una aséptica habitación de hospital o en la gélida habitación de un asilo o, tal vez, en la casa de algún hijo donde no se encuentra invitado pero sí se siente un extraño.

            Y con la muerte de los pueblos no sólo muere el pueblo y sus escasos habitantes, también muere una parte importante de nuestra identidad, del ser que siempre hemos sido y nunca más volveremos a ser, una vez que el trajín urbanita nos sea inoculado en nuestras venas llevándonos de acá para allá, haciéndonos así olvidarnos de esa parte de nuestra identidad que nos estorba como si de un lastre se tratara, esa parte de nuestra identidad que huele a muerto. También muere el amor por la Naturaleza en estado puro; el amor por la tierra que nos daba de comer; el amor por la caza de hambre y no de trofeo, la que nos decía cuando es bueno y cuando no disparar al conejo  o la perdiz, adaptándonos, al fin y al cabo, a los ritmos naturales de la procreación; el amor por el ganado, que no mascotas, y su pastoreo como siempre se ha hecho, que nos aportaba el trabajo y la carne para el cocido; el amor por la agricultura que nos ofrecía, tras duro esfuerzo, el pan nuestro de cada día. Y las palabras: también morirán las palabras que nos sirvieron para reconocer a ciencia cierta los utensilios y para qué se utilizaban, los árboles y sus usos, los pájaros, las flores; las palabras que conformaban los refranes repletos de sabiduría, los romances con tristes y alegres finales, las canciones de matanza y las de fiesta.

            Y mientras tanto, en la ciudad, los desmemoriados gobernantes, preocupados por el terciopelo con el que se encuentra tapizado el sillón al que se aferran e incluso se encadenan para nunca ser desalojados, olvidan, como buenos e interesados olvidadizos que son, que los pueblos y, sobre todo, sus gentes son también parte de lo que tienen que gobernar y administrar. Y así dejan que las escuelas rurales se vayan cerrando, no sé si por ignorancia o a sabiendas, y crean leyes educativas absurdas e ineficaces que obligan a los niños a salir de su colegio y por ende de su pueblo antes de tiempo para ir a la ciudad a rematar sus estudios obligatorios, teniendo que hacer una hora de autocar o, por otro lado y aún peor, emigrando con sus padres, dejando al pueblo sin niños ni matrimonios jóvenes que aporten la imprescindible vitalidad que los pueblos necesitan.

            Y qué decir del médico rural, que tiene que recorrer varios pueblos a la semana, sin poder prestar servicio diario en cada uno de ellos, a la vez que muchos profesionales españoles tienen que emigrar a Reino Unido u otros países europeos, con la falta que hacen aquí. En las poblaciones envejecidas donde las enfermedades y los achaques de la edad son evidentes en el día a día, se hace harto necesario la presencia del médico rural, que atienda, que escuche (a veces con esto basta) y que preste un servicio básico para el bienestar social.

            Y no nos olvidemos de los abusivos impuestos de sucesiones, que no contentos con tener que pagar al Estado sanguijuela por enésima vez la casa de tus padres,  sablean sus ahorrillos de toda una vida de privaciones. Esta importante e innecesaria sangría se convierte en el descabello de la vida rural, la puntilla que destroza la cerviz de los pueblos. El urbanita español asido con fuerza al olvido de sus raíces y ahíto de imágenes en pantallas de plasma y de conexión a internet, no está dispuesto, y con lógica, a tener que pagar a hacienda por la casa de sus padres o de sus abuelos, necesitando para ello unos ahorros imposibles de ahorrar y unas ganas de volver a sus raíz que tiempo ha que desaparecieron. Y las casas, y los huertos, y las cercas, y las suertes y los prados quedan incultos a la espera de que el Estado carroñero los devore sin remedio ni solución, si no antes han sido devastados por el fuego.

            Y este importante problema se torna de difícil solución. Mientras no exista conciencia de su existencia y deje de ser una breve noticia en el telediario para convertirse en un problema a solventar, no se va a empezar a buscar posibles soluciones. Porque el problema, que no noticia, afecta no sólo a los pueblos y sus habitantes sino también a la Naturaleza que los circunda, creándose así un problema medioambiental, y eso, muy señor mío, son palabras mayores, pero de donde pueden empezar a llegar remedios. Porque el urbanita medio de reciclaje diario y conciencia ecológica recién adquirida al que los abuelos de chaleco y boina y el cabrero sin futuro se la traen al pairo, pero, amigo, el Medio Ambiente, que no se la trae al pairo, eso sí que necesita protección. Y de ahí sí que podrán salir soluciones mediante presiones a los cómodos gobernantes de terno azul y coche oficial en la puerta. Y hasta entonces no se ofrecerán ayudas, facilidades y subvenciones para la repoblación (como si de tierra conquistada a  moros se tratase) de los pueblos que languidecen y se extinguen. Hasta que esto no ocurra, seguiremos subvencionando a colectivos que realmente no lo necesitan aunque les sirvan para vivir sin trabajar o a los que de problemas individuales hacen graves problemas sociales o desperdiciando el dinero en obra pública inútil, ridícula y que sólo sirven para llenar bolsillos ajenos. Y millones de agujeros sin tapar que no me caben en este escrito.