martes, 26 de junio de 2012

Período de tiempo


Lanzas con fuerza la última colilla al suelo, de la que una pavesa, sin ínfulas nada más que de apagarse, sale disparada unos, para ella, gigantescos centímetros. Buscas entre la maraña de objetos de tu bolso unas huidizas llaves que cobran vida cuando tu ciega mano tantea la coriácea coraza de la que está hecha tu bolso. Por fin las atrapas y las sujetas como se sujeta a un ratón por el rabo, casi con asco, tal vez con miedo. Abres la puerta y, sin ser consciente de todo lo que acabas de hacer, entras en casa pensando en desnudarte, ducharte con la infinita tranquilidad del que dispone de todo el agua dulce que corre por las arterias del mundo y tumbarte en el sofá sin hacer absolutamente nada. Te desnudas frente al espejo, desperdigando por toda la habitación la ropa que te acabas de despegar del cuerpo. Observas detenidamente tu absoluta desnudez, tu cuerpo desposeído de todo artificio, libre. Lo miras con la precisión que le aporta al científico el microscopio, asustada, tal vez, por el calor volcánico que en la calle, antes de llegar a casa, has sentido con una vehemencia inusitada. Piensas que ese calor repentino puede ser el pregonero de la extinción de tu vida fértil y eso te hace buscar pruebas y pistas en tu cuerpo desnudo. Tus escudriñadoras pupilas se fijan en tus pechos, que han abandonado la antaño pertinaz posición de firmes por una más calmada posición de descanso. Tu vientre languidece y se dirige hacia el pubis descendiendo la colina que no quieres que se convierta en montaña. Y, tras el descenso, aparece tu vagina, que, retadora, te mira ella a ti, te escudriña como un padre escudriña al novio de su hija que le acaban de presentar; desde su retesamiento te desafía a cambiar de pensamiento o, por lo menos, a variarlo, a matizarlo, a no sentirte frente a un congosto sino frente a una verde pradera en la meseta de la vida. Y para demostrártelo, ufana se desprende de una gota de sangre que, atraída por la gravedad, se desliza por el erógeno interior de tu muslo derecho.
            Te duchas y con los ojos cerrados intentas desencolar de tu mente la mirada retadora de tu vagina, la impúdica gota de sangre que ha marcado un camino en tu muslo, la maldita sensación de abatimiento por el paraíso que crees malogrado. Te coges con ambas manos los pechos y, en un intento de recobrar algo de lo perdido, los juntas y los elevas, intentando devolverles la firmeza desposeída por el tiempo. Los observas largo rato mientras el agua cae sobre ellos y explora recovecos sólo hollados por la saliva de aquel amante esmerado del que, tras  llevarte acunada al séptimo cielo, nunca más supiste, Sueltas tus pechos y al volver a su estado te das cuenta de que la gravedad y los años no han concluido su inexorable trabajo: no han abandonado la formación,  siguen pugnantes, listos para la batalla o, mejor, para la guerra. Y ese pensamiento te hace reír. Y te ríes con una risa vesánica mientras el agua resbala por tu cara, alcanza tus pechos y tras sentirlos apetecibles se dirige, como el marido rijoso, hacia el vello púbico, deseoso de alcanzarlo y, mezclándose con una incipiente menstruación, se lanza al vacío del desagüe. Sigues riendo como terapia de choque contra tus malos pensamientos.
            De repente en un ataque de locura, sales de la ducha corriendo, te sitúas frente al espejo, abres tus piernas ligeramente para mostrar tu sanguinolenta vagina a un insensible espejo que, como contraprestación, te devuelve un cuerpo aún apetecible. Te quedas mirándolo, las gotas de agua están formando un pequeño charco a tus pies y piensas lo tonta que has sido y maldices a voz en grito a tus malditos cambios hormonales.

lunes, 18 de junio de 2012

La parca infantil


Entre la densa bruma del recuerdo añejo, aflora a mi memoria la afligida imagen de un pequeño ataúd de color blanco introduciéndose en un vehículo fúnebre. Acompañando la terrible imagen, se asoma a mis recuerdos pueriles el rostro lloroso de un padre desconsolado con los ojos ajados por las desbordantes lágrimas que, una tras otras, se deslizan por el rostro de la tristeza. No recuerdo nada más. No sé quien era ese pequeño niño que se aloja para siempre en el diminuto ataúd, ni tampoco recuerdo los rasgos de la cara del afligido padre. Es un recuerdo teñido por los brochazos de la ensoñación, muy difuso, pero a la vez muy claro.
El gran maestro del idioma Don Miguel Delibes, en su novela El Camino, narra magistralmente la muerte de Germán, el Tiñoso, cuando se disponía a matar a una culebrilla de agua y el escurridizo légamo le hizo caer y estrellar su cabeza contra las rocas, feneciendo en el acto, a pesar de la ayuda de sus amigos del pueblo. Todo tras discutir con Daniel, el Mochuelo, su amigo del alma, sobre si el canto de pájaro que acababan de escuchar era de ‘rendajo’ o de jilguero.  Germán, el Tiñoso, se marchó al otro barrio creyendo que el último canto que escuchó era el de un ‘rendajo’.
El niño desconocido que iba en su ataúd blanco y Germán, el Tiñoso, son dos ejemplos de muerte infantil. Dos ejemplos de no hace tantísimo tiempo. Dos ejemplos a sumar a tantos otros niños que, antes de tiempo, montaban con Caronte en su barca. Unos caídos desde algún edificio en ruinas donde habían acudido a saciar la inmensa curiosidad pueril; otros ahogados en ríos, o arroyos, o canalizaciones varias cuando intentaban capturar a esa rana atontada por los primeros frescos del final del verano; otros atropellados por coches mientras corrían tras la pelota de “reglamento”. Otros, los más venturosos, aún lucen una cojera provocada por la fractura múltiple de la tibia y el peroné al caer desde el viejo castillo, o un ojo que siempre mira al frente sin ver lo que tiene delante como aquel alambre que en su día se le clavó, o un dedo meñique que tiene una falange menos que su compañero de la otra mano porque se enrolló entre los eslabones de una vieja cadena oxidada.
Por suerte, se han reducido mucho este tipo de accidentes infantiles y muchos niños han salvado la vida por los avances médicos y de los servicios que acortan distancias y alargan vidas. También es una norma general que los padres acompañan o están muy cerca de los parques y lugares donde desarrollan sus juegos los niños de hoy: unos por temor a que algo les suceda a sus hijos y otros, los menos, además por evitar el vil comentario de ser tildados como malos padres. Los niños que ayer corrían libremente tostados por el sol, hoy son los padres o abuelos que impiden a los niños alejarse más allá de lo que alcanza su vista; y sin embargo, y a pesar de todo, son más permisivos con sus hijos que lo que eran sus padres con ellos.
De todos modos y gracias a los avances médicos antes denotados, hoy en día se ha extendido entre nosotros como un virus una idea de inmortalidad que nos hace vivir ajenos a la muerte, de espaldas a la pálida dama. Lastima que nadie nos explique claramente que la parca es una parte mas, la última, de la vida y a algunos les llega muy pronto y a otros muy tarde, tan tarde que su cabeza, no preparada para ello, les convierte otra vez en pequeños bebés. Pero eso, eso es harina de otro costal.
P.D. Gracias Juanju por ofrecerme esta idea.