jueves, 13 de octubre de 2016

Don Meme, el "individualista"

-A partir de ahora me declaro INDIVIDUALISTA.-Soltó de sopetón Don Meme, que no memo. Tan de sopetón, que repentinamente se le cayó la colilla del cigarro que llevaba adherida a los labios desde hacía dieciocho meses, al menos. Tanto ruido hicieron las palabras al caer sobre la mesa de mármol del café, que ésta se movió ligeramente.
   - No diga usted memeces, don Meme, - le espetó don Tirso- que no está el horno para bollos.
                Ninguno de los tertulianeses y tertulianesas sabía a qué horno ni a qué bollos se refería.
   -¡Oiga usted, señor narrador!¡Haga el favor de guardar y hacer guardar el estilo y la necesaria economía del lenguaje!- Me dijo enfurecido Don Cefe, el filólogo circuncidado.- ¿Qué clase de narrador es usted?
   - Perdone usted, no volveré a cometer tamaña incorrección, tan en boga en estos días titubeantes, ni a interrumpir alegremente.- Le respondí notando en mis mejillas un incendiado arrebol.
   - No es ninguna memez. Es la realidad: soy individualista empedernido.- Se tiró Don Meme del ajado chaleco del terno ídem.
  - ¿Pero a qué se refiere usted con eso, Don Meme?- Preguntó inocentemente Don Gumer, Sindito para la familia y las allegadas mujeres públicas de la calle Montera.
                Don Meme, que no memo, se atusó el bigote inexistente, púsose en pie, como para dar un cierto empaque a sus palabras, tiró, como era su costumbre de los faldones, que en un lejano y olvidado principio tenían un color azul, de su chaqueta americana; recogió del apático mármol la rancia colilla que, minutos antes, había sido propulsada junto a su rotunda afirmación sobre la mesa, se la acopló a los labios humedecidos, mientras pensaba que no sería capaz de ningún tipo de discurso o arenga, por mínimos que fueran, sin su colilla pegada a los labios, aunque, también pensó, que de este modo sus palabras, ni siquiera sus sílabas o fonemas, sonarían con la grandilocuencia que la ocasión requería.
-Señores,- le salió una voz de pito de horrísono chirrido- el individualismo es el futuro. La ideología que ya mueve, y en el futuro, moverá este estático mundo: es el motor que tanto necesita. De hecho, todos somos individualistas en el fondo y en la forma, aunque no lo sepamos o no lo queramos saber.  Todos queremos vivir a nuestro aire fresco serrano y que nadie nos toque la prominente funda de nuestra pituitaria. Todos queremos vivir disfrutando de la vida, sin tener que dar explicaciones pintureras a nadie de nuestros actos, sean banales o no. Ése, y no otro, es el ideal máximo al que el hombre como individuo puede aspirar. – Don Meme, que no memo, el individualista empedernido, tiró ritualmente de los faldones de su chaqueta americana, como dando por terminado su discurso o arenga pretendida.
                Hubo un pequeño murmullo de opiniones diversas por los alrededores de la mesa de apático mármol, como un zumbido de laboriosas abejas en un panal: algo de ruido, pero ninguna nuez. Solamente Don Tirso, el diplomático, se levantó de la silla a la vez que levantaba la voz de esta guisa:
-Me parece muy loable y pretendidamente elocuente su discurso, Don Meme; pero tengo algunas dudas al respecto, dudas que me encantaría que usted me aclarase. En primer lugar, usted se declara individualista y claramente afirma que el individualismo es la ideología que ya mueve y que moverá este inerme mundo. Pero, aparte de que el mundo ya se mueve él solito, - respiró Don Tirso haciendo estirar  su pellejito de pollito famélico bajo su terno de faralaes, no por sus retorcidos volantes  sino por los lunares de suciedad que lucía- ¿no piensa usted que si cada individuo poblador del orbe, ejerciera su derecho al individualismo aplicando su propia fuerza en la dirección que a él le viniere en gana, no habría una enorme contraposición de fuerzas divergentes en todas y cada una de las direcciones posibles en que cada individuo aplique dicha fuerza?
-Toda esa contraposición de fuerzas- contestó Don Meme, que no memo, el individualista declarado- generaría una fuerza tal que sería capaz de mover el mundo, sino todo el sistema solar, incluido el huerfanito Plutón.
-¿Pero en qué dirección lo moverían?- Replicó Don Tirso, el diplomático.
-En la del avance y el sacrosanto progreso. Todos, de manera individual, como de otra manera no podía ser, aplicaríamos nuestras fuerzas vitales. Así, de este modo, no tendrían cabida los vagos de solemnidad, que no quisieran empujar hacia su lado.
-No es cierto, - volvió a replicar Don Tirso, el diplomático, a la vez que elevaba el dedo índice hacia la patria de las arañas en que se ha había convertido el techo del café- ya que el individualismo que usted pregona no sería otra cosa que el campo arado y abonado para la plena realización del vago. De hecho, el vago de solemnidad, el vago de flojera sempiterna, el vago de eternidad diagnosticada y hasta el vago del revés son los mejores accionistas de la que usted considera la ideología del avance y del sacrosanto progreso. Si, como usted pregona, cada uno va a los suyo, olvidando que somos seres sociales por naturaleza, igual que los son los estorninos de bandos infinitos y las grullas de bandos ortográficos, verbigracia, el vago no se levantaría del catre, ya que su esfuerzo no le llevaría a ningún lado…- Volvió a respirar Don Tirso hasta llenar su pellejito de gaita desafinada, esta vez de modo fatigoso y alarmado, ya que Servando, el camarero de Huesca, había tropezado con la punta del bastón cañí de Don Francisco, el torero de salón, y había vertido parte del café con leche que portaba en el yelmo de Mambrino que hacía las veces de bandeja sobre la generosa, aunque no voluptuosa, pechuga de Doña Reme, la viudita del General que no pasó de sorche, que, ante esto, a voz en grito acusaba al camarero de haberle producido quemaduras de primer grado en la delicada piel de su dadivoso escote. Una vez calmado el alboroto cercano mediante las repetidas disculpas del dueño del café, alternadas con vehementes miradas y reprimendas hacia Servando, el torpe camarero de Huesca,  Don Tirso, el diplomático, del que casi ya nos habíamos olvidado en beneficio del espléndido, por desprendido no por magnífico, escote de Doña Reme, la viudita del General que no pasó de sorche, volvió a inquirir a Don Meme, que no memo, sobre su nueva adscripción ideológica- Y, como íbamos diciendo: ¿ese vago no chapotearía mejor en la sociedad que tiene por objeto un objetivo común, que en la ciénaga individualista? Y digo esto, Don Meme, porque el vago suele tener su voto, y por ende su vida,  subvencionado, asunto que sin duda le hace ser un poco, o un  mucho más vago. Y aunque la sociedad le reproche su vagueza, también se la subvenciona, chollo que en la sociedad individualista que usted propugna como motor del mundo se le iría al garete.
-Pero Don Tirso,- titubeó Don Meme, que no memo- precisamente por ese motivo, el vago no tendría cabida en el individualismo.
-¿Y qué harían ustedes, los individualistas, con él, si al ir cada uno a lo suyo ni siquiera repararían en su presencia?
-Pues… pues… - volvió el titubeo a sus trémulos labios.- Nos pondríamos de acuerdo para que cejase en su actitud.
-Con lo cual, ya no estarían ustedes actuando como individualistas, sino como los seres sociales que en ningún momento dejaron de ser.- El pellejito de Don Tirso, el diplomático, se hinchó con el cálido aire que proporciona la victoria dialéctica, por otro lado, su verdadera especialidad.

-No sé yo,- intervino con acento gallego Don Cefe, el filólogo circuncidado- pero a mí me da en esta nariz sefardita que Dios me ha dado, que el individualismo que usted propugna Don Meme, es aquel que tiene como único axioma el yo soy individualista para evitar obligaciones sociales, pero para tener derechos y recibir subvenciones, me guardo mi ideología en el bolsillo interior del traje y abrocho el botón. Porque, si no recuerdo mal, ¿no cobraba usted una pensioncilla como compensación a sus muchos años de servicio y dedicación en Correos? ¿Qué va a hacer con ella en su mundo individualista e ideal? ¿Entregarla todos los meses, tal vez?- Sonrió Don Cefe, el filólogo circuncidado, mostrando la dentadura de oro a causa de la nicotina y la achicoria.
-Tampoco hay que ponerse así, llevando todo al extremismo más extremo. – Replicó Don Meme, que no memo, con la cabeza debajo del ala, una vez sus argumentos habían quedado in puribus.- Yo decía que un poquito de individualismo tal vez fuera beneficioso.
-Veo que, una vez usted en cueros tras ser desarmado, y tras tocarle la parte que más duele, relaja muy  mucho su ideología- reía Don Tirso, el diplomático.
                Don Gumer, que salvo tras la primera pregunta no había intervenido y había mantenido durante toda ella su cara de rijosete bobalicón, se levantó con la fuerza y el ímpetu que sólo un fuerte resorte puede imprimir a dicha acción, y dijo que se marchaba, que tenía una cita con una espectacular gachí en el Centro. Todos sabían (o sabíamos) que la tal gachí no era otra que una mercenaria del orgasmo impropio. Este hecho, el levantamiento de Don Gumer y no el orgasmo impropio, fue aprovechado por don Meme, esta vez con cara de memo,  que tras una excusa del todo peregrina, tiró fuertemente de los manoseados faldones de su chaqueta americana, y huyó con un “hasta más ver” gélido y derrotado.

                Poco a poco la tertulia se fue dispersando con despedidas  variopintas, recuerdos a la familia y sombreros de paño cubriendo las cabezas. El café fue deshabitándose, salvo por Doña Reme, la viudita del General que no llegó a sorche, quien había interpretado el incidente protagonizado por Servando, el camarero de Huesca, como un guiño de ojo o un piropo salaz, y ésta miraba a éste con sicalíptica mirada. El dueño del café, al que no pusimos nombre al principio y sin nombre se queda, aconsejó a Servando, el camarero de Huesca, que, debido al desagradable incidente del café sobre la delicada piel del generoso escote de Doña Reme, fuera galante con ella y la acompañara a su casa, y si te guiña el ojo izquierdo, tú le guiñas el derecho; y si te invita subir a su casa a tomar un anisete, tú te tomas el anisete y un coñac , si hace falta,  ya que es buena y fiel clienta de nuestro café.

Humilde homenaje a Café de Artistas de
Don Camilo José Cela, en el centenario de su nacimiento.

martes, 4 de octubre de 2016

TONTOS DEL CULO

           Hay un tipo de personaje con un gran arraigo social y que cuenta entre sus filas con una notable cantidad de individuos (en cien metros uno es capaz de cruzarse con quince o veinte de estos individuos, tranquilamente, sin apenas esfuerzos). Estoy hablando, por si no lo han averiguado ya, de los tontos del culo. Y tú, único y apreciado lector, al leer este introito te habrán llegado a la cabeza varios distinguidos integrantes de esta peligrosa casta. Porque, por desgracia, siempre hay un tonto del culo cerca, como si estuviese al acecho de nuestros pasos: en la tertulia del café, en el gimnasio (gym, lo denominan ellos), en el vecindario, en la familia… Ningún sitio ni ninguna reunión social se libra de la pesadilla, del estruendo sonoro de sus voces, de sus impertinencias por doquier.
            Años ha, existía el personaje del tonto del pueblo, un pobre hombre que bien por negligencia médica o por desgana divina, andaba por la vida con las entendederas algo escasas de raciocinio, pero, por otra parte, con la libido efervescente, tamaña como la de un profesional del amor venido a más. Y del tamaño de esa libido era la inocencia de la que hacía gala este tonto del pueblo. Este entrañable personaje ha quedado relegado al baúl del olvido, defenestrado por el fuerte e inevitable empuje del tonto del culo, quien tiene el conocimiento justo para pasar la mañana, y nada más, pero eso sí, con una maldad y una infamia inversamente proporcional al tamaño de su conocimiento. Con esta inquina, la casta de los tontos del culo se ha hecho, no sólo con el espectro que ocupaban los pobres tontos de pueblo, sino que también se han establecido e infiltrado a fuer de “sinrazón” en todos los estratos y clases sociales.
            Al tonto del culo hay una cosa que no le gusta nada de nada, una cosa que odia con todas sus fuerzas, y no es otra que la de pasar desapercibido, sin pena ni gloria. Es más, en su afán de inmortalidad, algo innato en la condición humana, tal y como ya señaló Unamuno, sólo desea dejar su más horrífica impronta para la posteridad, para las venideras generaciones, como si este valle de lágrimas que es la vida, no fuera tal, sino un remedo del paseo de la fama de Hollywood, arrasado por huellas humanas en el asfalto. Entonces, el tonto del culo que, a pesar de su cortedad, es capaz de encumbrase social y políticamente a puestos de relevancia, con la anuencia de quienes manejan los hilos, lógicamente, pone en práctica todas las tonterías (de ahí su nombre) y tropelías (de ahí nuestro temor), que uno pueda imaginarse, y algunas más. Y este tonto del culo encumbrado, al amparo de la democracia igualadora de almas y de la dictadura de lo políticamente correcto, ha descubierto que éstos y no otros son los únicos y verdaderos caminos para que sus tonterías del culo no sólo sean escuchadas, sino que algunas se lleguen a convertir en dogmas de fe, por cierto, muchos más destructores que constructores, que se suman al compendio de la estulticia contemporánea. Estulticia digna de estudio profundo.
            Pero a este tonto del culo encumbrado no le puede faltar la imprescindible patulea de lambeculos, compuesta por tontos del culo sin encumbrar; tontos del culo útiles, que aún más tontos que los encumbrados, se comportan como los perrillos de alrededor de la mesa, quienes esperan la caridad de algún comensal que, disimuladamente, haga resbalar un chusco de pan que llevarse a la boca. O, peor aún,  como aquel otro perillo que hace mil monerías y zalameos para que sus amos le lancen las sobras del banquete, ante el regocijo y la chanza de éstos y de sus acompañantes. Estos últimos tontos, locos por medrar, ríen las gracietas, aplauden hasta el enrojecimiento, el dolor o hasta la fractura ósea las imbecilidades del encumbrado, y, lo peor de todo, hacen las labores de pregoneros universales de las absurdas y dañinas soflamas del tonto del culo encumbrado. Así, éste, es capaz de llegar a cualquier confín del reino, y su tontería puede llegar a cualquier persona de las consideradas normales. Y todo ello gracias y por medio de todos estos bardajes que le rodean, aplauden y se dejan acariciar en la íntima intimidad.

            Y, por último, el más paria de toda esta casta, pero el peor y más dañino de sus componentes, el tonto del culo por antonomasia, el imbécil sin remedio, el tonto del culo útil para el encumbrado pero inútil para sí mismo, es decir, el palmero que es tan tonto que ni siquiera saca beneficio propio. Éste es el tonto del culo de a pie, de andar por casa, el vecino o el cuñado que se hace eco de las tonterías de antología recogidas en el compendio de estulticia contemporánea, las hace suyas, creyéndose original y superior a los demás, y las repite incesantemente a diestro y siniestro, como si de un viejo disco rayado se tratara. Este tipo, una vez convertido en indispensable altavoz, sin criterio propio ni argumentación, se imaginará valiente, quién sabe si un héroe, defendiendo las causas que tantos tontos del culo le han inoculado, como si habláramos de un virus, sibilinamente y sin que se dé cuenta para que defienda por ellos sus peregrinas causas o ideas. Este tipo no se para a pensar (algo que requiere un esfuerzo) si lo que defiende está más cerca del bien que del mal, ya que convencido está de que es correcto y que todo el que no le crea así será poco menos que el mismísimo Belcebú o alguno de sus malignos secuaces. Este paria acrítico se halla en todos los sitios: en el barrio y en la biblioteca, en el bar o en la librería, en el colegio y en la universidad… porque este tonto puede ser analfabeto, puede tener estudios medios, ser licenciado universitario o incluso catedrático o rector de la Universidad. Da igual. Sólo tiene que convertirse en el tonto del culo útil para el tonto del culo encumbrado. Y ojo lo que giba y molesta este paria, siempre con la misma monserga aprendida de memoria, siempre defendiéndola a capa y espada… bueno, eso no, ya que navegando dejándose arrastrar  por las corrientes de los tontos del culo, convertidos en mayoría, y de la dictadura de lo políticamente correcto la monserga de siempre ya viene defendida de casa; ya no es necesario defenderla valientemente, sino más bien cobardemente bajo el manto del resto de los tontos del culo. Tontos del culo capaces de condenar al ostracismo e incluso la cárcel, si se encargan de legislar, a los que, no siendo partidarios del destino o del rumbo de la nave, navegan a contracorriente a la búsqueda de un destino diferente, por supuesto, al de los tontos del culo.