Hay un tipo de
personaje con un gran arraigo social y que cuenta entre sus filas con una
notable cantidad de individuos (en cien metros uno es capaz de cruzarse con
quince o veinte de estos individuos, tranquilamente, sin apenas esfuerzos). Estoy
hablando, por si no lo han averiguado ya, de los tontos del culo. Y tú, único y
apreciado lector, al leer este introito te habrán llegado a la cabeza varios distinguidos
integrantes de esta peligrosa casta. Porque, por desgracia, siempre hay un
tonto del culo cerca, como si estuviese al acecho de nuestros pasos: en la
tertulia del café, en el gimnasio (gym, lo denominan ellos), en el vecindario,
en la familia… Ningún sitio ni ninguna reunión social se libra de la pesadilla,
del estruendo sonoro de sus voces, de sus impertinencias por doquier.
Años ha, existía el personaje del tonto del pueblo, un
pobre hombre que bien por negligencia médica o por desgana divina, andaba por
la vida con las entendederas algo escasas de raciocinio, pero, por otra parte,
con la libido efervescente, tamaña como la de un profesional del amor venido a
más. Y del tamaño de esa libido era la inocencia de la que hacía gala este
tonto del pueblo. Este entrañable personaje ha quedado relegado al baúl del
olvido, defenestrado por el fuerte e inevitable empuje del tonto del culo,
quien tiene el conocimiento justo para pasar la mañana, y nada más, pero eso
sí, con una maldad y una infamia inversamente proporcional al tamaño de su
conocimiento. Con esta inquina, la casta de los tontos del culo se ha hecho, no
sólo con el espectro que ocupaban los pobres tontos de pueblo, sino que también
se han establecido e infiltrado a fuer de “sinrazón” en todos los estratos y
clases sociales.
Al tonto del culo hay una cosa que no le gusta nada de
nada, una cosa que odia con todas sus fuerzas, y no es otra que la de pasar
desapercibido, sin pena ni gloria. Es más, en su afán de inmortalidad, algo
innato en la condición humana, tal y como ya señaló Unamuno, sólo desea dejar
su más horrífica impronta para la posteridad, para las venideras generaciones,
como si este valle de lágrimas que es la vida, no fuera tal, sino un remedo del
paseo de la fama de Hollywood, arrasado por huellas humanas en el asfalto. Entonces,
el tonto del culo que, a pesar de su cortedad, es capaz de encumbrase social y
políticamente a puestos de relevancia, con la anuencia de quienes manejan los
hilos, lógicamente, pone en práctica todas las tonterías (de ahí su nombre) y
tropelías (de ahí nuestro temor), que uno pueda imaginarse, y algunas más. Y
este tonto del culo encumbrado, al amparo de la democracia igualadora de almas
y de la dictadura de lo políticamente correcto, ha descubierto que éstos y no
otros son los únicos y verdaderos caminos para que sus tonterías del culo no
sólo sean escuchadas, sino que algunas se lleguen a convertir en dogmas de fe,
por cierto, muchos más destructores que constructores, que se suman al compendio
de la estulticia contemporánea. Estulticia digna de estudio profundo.
Pero a este tonto del culo encumbrado no le puede faltar
la imprescindible patulea de lambeculos, compuesta por tontos del culo sin encumbrar;
tontos del culo útiles, que aún más tontos que los encumbrados, se comportan
como los perrillos de alrededor de la mesa, quienes esperan la caridad de algún
comensal que, disimuladamente, haga resbalar un chusco de pan que llevarse a la
boca. O, peor aún, como aquel otro
perillo que hace mil monerías y zalameos para que sus amos le lancen las sobras
del banquete, ante el regocijo y la chanza de éstos y de sus acompañantes. Estos
últimos tontos, locos por medrar, ríen las gracietas, aplauden hasta el
enrojecimiento, el dolor o hasta la fractura ósea las imbecilidades del
encumbrado, y, lo peor de todo, hacen las labores de pregoneros universales de
las absurdas y dañinas soflamas del tonto del culo encumbrado. Así, éste, es
capaz de llegar a cualquier confín del reino, y su tontería puede llegar a
cualquier persona de las consideradas normales. Y todo ello gracias y por medio
de todos estos bardajes que le rodean, aplauden y se dejan acariciar en la
íntima intimidad.
Y, por último, el más paria de toda esta casta, pero el
peor y más dañino de sus componentes, el tonto del culo por antonomasia, el
imbécil sin remedio, el tonto del culo útil para el encumbrado pero inútil para
sí mismo, es decir, el palmero que es tan tonto que ni siquiera saca beneficio
propio. Éste es el tonto del culo de a pie, de andar por casa, el vecino o el
cuñado que se hace eco de las tonterías de antología recogidas en el compendio
de estulticia contemporánea, las hace suyas, creyéndose original y superior a
los demás, y las repite incesantemente a diestro y siniestro, como si de un
viejo disco rayado se tratara. Este tipo, una vez convertido en indispensable
altavoz, sin criterio propio ni argumentación, se imaginará valiente, quién
sabe si un héroe, defendiendo las causas que tantos tontos del culo le han
inoculado, como si habláramos de un virus, sibilinamente y sin que se dé cuenta
para que defienda por ellos sus peregrinas causas o ideas. Este tipo no se para
a pensar (algo que requiere un esfuerzo) si lo que defiende está más cerca del
bien que del mal, ya que convencido está de que es correcto y que todo el que
no le crea así será poco menos que el mismísimo Belcebú o alguno de sus malignos
secuaces. Este paria acrítico se halla en todos los sitios: en el barrio y en
la biblioteca, en el bar o en la librería, en el colegio y en la universidad…
porque este tonto puede ser analfabeto, puede tener estudios medios, ser
licenciado universitario o incluso catedrático o rector de la Universidad. Da
igual. Sólo tiene que convertirse en el tonto del culo útil para el tonto del
culo encumbrado. Y ojo lo que giba y molesta este paria, siempre con la misma
monserga aprendida de memoria, siempre defendiéndola a capa y espada… bueno,
eso no, ya que navegando dejándose arrastrar por las corrientes de los tontos del culo,
convertidos en mayoría, y de la dictadura de lo políticamente correcto la
monserga de siempre ya viene defendida de casa; ya no es necesario defenderla
valientemente, sino más bien cobardemente bajo el manto del resto de los tontos
del culo. Tontos del culo capaces de condenar al ostracismo e incluso la
cárcel, si se encargan de legislar, a los que, no siendo partidarios del
destino o del rumbo de la nave, navegan a contracorriente a la búsqueda de un
destino diferente, por supuesto, al de los tontos del culo.
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