martes, 4 de octubre de 2016

TONTOS DEL CULO

           Hay un tipo de personaje con un gran arraigo social y que cuenta entre sus filas con una notable cantidad de individuos (en cien metros uno es capaz de cruzarse con quince o veinte de estos individuos, tranquilamente, sin apenas esfuerzos). Estoy hablando, por si no lo han averiguado ya, de los tontos del culo. Y tú, único y apreciado lector, al leer este introito te habrán llegado a la cabeza varios distinguidos integrantes de esta peligrosa casta. Porque, por desgracia, siempre hay un tonto del culo cerca, como si estuviese al acecho de nuestros pasos: en la tertulia del café, en el gimnasio (gym, lo denominan ellos), en el vecindario, en la familia… Ningún sitio ni ninguna reunión social se libra de la pesadilla, del estruendo sonoro de sus voces, de sus impertinencias por doquier.
            Años ha, existía el personaje del tonto del pueblo, un pobre hombre que bien por negligencia médica o por desgana divina, andaba por la vida con las entendederas algo escasas de raciocinio, pero, por otra parte, con la libido efervescente, tamaña como la de un profesional del amor venido a más. Y del tamaño de esa libido era la inocencia de la que hacía gala este tonto del pueblo. Este entrañable personaje ha quedado relegado al baúl del olvido, defenestrado por el fuerte e inevitable empuje del tonto del culo, quien tiene el conocimiento justo para pasar la mañana, y nada más, pero eso sí, con una maldad y una infamia inversamente proporcional al tamaño de su conocimiento. Con esta inquina, la casta de los tontos del culo se ha hecho, no sólo con el espectro que ocupaban los pobres tontos de pueblo, sino que también se han establecido e infiltrado a fuer de “sinrazón” en todos los estratos y clases sociales.
            Al tonto del culo hay una cosa que no le gusta nada de nada, una cosa que odia con todas sus fuerzas, y no es otra que la de pasar desapercibido, sin pena ni gloria. Es más, en su afán de inmortalidad, algo innato en la condición humana, tal y como ya señaló Unamuno, sólo desea dejar su más horrífica impronta para la posteridad, para las venideras generaciones, como si este valle de lágrimas que es la vida, no fuera tal, sino un remedo del paseo de la fama de Hollywood, arrasado por huellas humanas en el asfalto. Entonces, el tonto del culo que, a pesar de su cortedad, es capaz de encumbrase social y políticamente a puestos de relevancia, con la anuencia de quienes manejan los hilos, lógicamente, pone en práctica todas las tonterías (de ahí su nombre) y tropelías (de ahí nuestro temor), que uno pueda imaginarse, y algunas más. Y este tonto del culo encumbrado, al amparo de la democracia igualadora de almas y de la dictadura de lo políticamente correcto, ha descubierto que éstos y no otros son los únicos y verdaderos caminos para que sus tonterías del culo no sólo sean escuchadas, sino que algunas se lleguen a convertir en dogmas de fe, por cierto, muchos más destructores que constructores, que se suman al compendio de la estulticia contemporánea. Estulticia digna de estudio profundo.
            Pero a este tonto del culo encumbrado no le puede faltar la imprescindible patulea de lambeculos, compuesta por tontos del culo sin encumbrar; tontos del culo útiles, que aún más tontos que los encumbrados, se comportan como los perrillos de alrededor de la mesa, quienes esperan la caridad de algún comensal que, disimuladamente, haga resbalar un chusco de pan que llevarse a la boca. O, peor aún,  como aquel otro perillo que hace mil monerías y zalameos para que sus amos le lancen las sobras del banquete, ante el regocijo y la chanza de éstos y de sus acompañantes. Estos últimos tontos, locos por medrar, ríen las gracietas, aplauden hasta el enrojecimiento, el dolor o hasta la fractura ósea las imbecilidades del encumbrado, y, lo peor de todo, hacen las labores de pregoneros universales de las absurdas y dañinas soflamas del tonto del culo encumbrado. Así, éste, es capaz de llegar a cualquier confín del reino, y su tontería puede llegar a cualquier persona de las consideradas normales. Y todo ello gracias y por medio de todos estos bardajes que le rodean, aplauden y se dejan acariciar en la íntima intimidad.

            Y, por último, el más paria de toda esta casta, pero el peor y más dañino de sus componentes, el tonto del culo por antonomasia, el imbécil sin remedio, el tonto del culo útil para el encumbrado pero inútil para sí mismo, es decir, el palmero que es tan tonto que ni siquiera saca beneficio propio. Éste es el tonto del culo de a pie, de andar por casa, el vecino o el cuñado que se hace eco de las tonterías de antología recogidas en el compendio de estulticia contemporánea, las hace suyas, creyéndose original y superior a los demás, y las repite incesantemente a diestro y siniestro, como si de un viejo disco rayado se tratara. Este tipo, una vez convertido en indispensable altavoz, sin criterio propio ni argumentación, se imaginará valiente, quién sabe si un héroe, defendiendo las causas que tantos tontos del culo le han inoculado, como si habláramos de un virus, sibilinamente y sin que se dé cuenta para que defienda por ellos sus peregrinas causas o ideas. Este tipo no se para a pensar (algo que requiere un esfuerzo) si lo que defiende está más cerca del bien que del mal, ya que convencido está de que es correcto y que todo el que no le crea así será poco menos que el mismísimo Belcebú o alguno de sus malignos secuaces. Este paria acrítico se halla en todos los sitios: en el barrio y en la biblioteca, en el bar o en la librería, en el colegio y en la universidad… porque este tonto puede ser analfabeto, puede tener estudios medios, ser licenciado universitario o incluso catedrático o rector de la Universidad. Da igual. Sólo tiene que convertirse en el tonto del culo útil para el tonto del culo encumbrado. Y ojo lo que giba y molesta este paria, siempre con la misma monserga aprendida de memoria, siempre defendiéndola a capa y espada… bueno, eso no, ya que navegando dejándose arrastrar  por las corrientes de los tontos del culo, convertidos en mayoría, y de la dictadura de lo políticamente correcto la monserga de siempre ya viene defendida de casa; ya no es necesario defenderla valientemente, sino más bien cobardemente bajo el manto del resto de los tontos del culo. Tontos del culo capaces de condenar al ostracismo e incluso la cárcel, si se encargan de legislar, a los que, no siendo partidarios del destino o del rumbo de la nave, navegan a contracorriente a la búsqueda de un destino diferente, por supuesto, al de los tontos del culo.

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