sábado, 24 de septiembre de 2016

Desenraizados

            Irremediablemente somos urbanitas. Sólo el 20% de la población española reside en zonas rurales; lo cual no significa que no sean urbanitas. La explosión de los medios de comunicación y de las nuevas tecnologías no sólo han tintado de gris uniforme a todos los habitantes, sino que también, y esto es lo más grave, ha cercenado el lazo sagrado que unía al hombre con la Tierra.
            El hombre, habitante o no de las zonas rurales, es a día de hoy un ser desunido al mundo telúrico del que proviene: su piel ya no es del barro que le dio forma, repudiando la ubre, esa bendita cornucopia, que le abastecía de leche y miel. Hoy vivimos dando la espalda, y por ende nuestro hórrido trasero, a lo que la vida nos dio; hoy vivimos como si la Tierra, la Naturaleza fuera un ente, un “algo” lejano, perdido y olvidado que no nos hace falta, que nos sobra para desarrollarnos y vivir nuestra vida en plenitud. Hoy, olvidados nuestros ancestros y su sabiduría transmitida de padres a hijos desde tiempos inmemoriales y, en un momento dado y auspiciada por el imparable y arrollador progreso, segada con guadaña mellada y sin afilar, flotamos en un mundo irreal, desenraizado y mutilado como un ciclán.
            Ya el hombre ha dejado de medir el tiempo por los dictados del campo y de la Naturaleza: ya nadie habla de que su hijo nacerá para después de la aceituna, o que para la vendimia empiezan los críos la escuela. O por sus fiestas y Santos, con un pie en la Iglesia y el otro en el campo, que guiaban la vida, no sólo del hombre sino de los ciclos naturales. Y así, los refranes y los dichos que ayudaban a no perderse en el calendario a la gente de hoy, que no los entiende, no les sirven para nada (si ya no sirven ni para las cigüeñas que por San Blas tiene usted que ver, pues hasta ellas se han tornado urbanitas y sedentarias).
            Con la pérdida de los usos y costumbres del campo también se ha provocado el quebranto del lenguaje que nuestros antepasados manejaban a la perfección. Ese lenguaje vernáculo y conciso que indefectiblemente caminaba de la mano de la vida rural, de las labores cotidianas, de la identidad de los pueblos. Esas bellas palabras que te indicaban el lugar exacto, la herramienta adecuada, la labor insustituible, el misterioso descifrado de la vida. Palabras que a día de hoy suenan a idioma indescifrable, a lengua muerta, a idioma de cateto de boina enroscada del que burlarnos por su “desconocimiento” del lenguaje.
            Y es que algo muy español, o muy humano, vaya usted a saber, ha sido mofarse del paleto, del cateto, suponiéndonos dos o tres plantas por encima de él, y no siendo más que él por propio mérito, sino a fuerza de humillarle y hundirle, de creernos superiores arrasando al otro, despeñando así, de tan infame manera, su ancestral y pragmática sapiencia (ocultada y olvidada por pura vergüenza), sustituyéndola por nuestros efímeros, a golpe de tecnología, conocimientos. Hemos incendiado los silos que  acumulaban el acervo rural y de sus cenizas hemos erigido endebles dioses con fecha de caducidad en la tapa. Unos dioses enjaezados de llamativos cristalitos de colores que engatusan y encandilan, pero que no dejan de ser cenizas, de estar vacuos.
            Pero el hombre actual, como el mutilado de guerra al que tuvieron que amputar una pierna y todavía hoy nota un hormigueo en el dedo gordo del pie que le falta, necesita volver al campo de vez en cuando con el ansia de poder calmar ese amputado hormigueo. Pero igual que el malogrado mutilado de guerra había perdido una extremidad, el hombre de a pie de hoy en día ha perdido o le han practicado una lobotomía de la parte telúrica y ancestral del cerebro, volviéndolo indefenso ante esta Naturaleza a la que cada fin de semana acude a hacer deporte o a admirarla, pero sin quitarse las gafas de madera de visión urbana, con las que se ven pero no se entienden los intríngulis naturales y rurales. Con esta visión aderezada con un carácter buenista tan en boga se pretende defender lo que se desconoce. Porque a pesar de catalogar, estudiar u ordenar por familias, no se es capaz de lograr conocer el espíritu que nos une a las especies vegetales y animales, siempre y cuando se siga catalogando, estudiando u ordenando por familias sin apartar de nuestros ojos las antiparras de visión urbana. Tampoco sabremos escudriñar los lenes equilibrios que equilibran el campo y en muchos casos intentamos enmendar los desequilibrios provocando otros aún peores, siempre que tengamos nuestra cara atildada con las lentes de marras. No entendemos el espíritu ni el sentido porque ya somos de alquitrán y cemento, en lugar de ser del barro con el que nos hicieron.

P.S. Este opúsculo no es un alegato o una búsqueda de la Arcadia feliz y almibarada del mundo rural; simplemente es la humilde opinión de un urbanita sin remedio ni solución.

2 comentarios:

  1. Dicen por ahí que la felicidad está hecha de pequeños detalles, supongo que se refieren a coger un puñado de tierra con las manos, a escuchar personas mayores aunque sobre su cabeza haya una boina, a rozar el tomillo con las botas y embriagarse del aroma que se esparce, a reposar bajo una sombra de árbol apoyado en su tronco, a envolverse entre la banda sonora del trinar pajarero... O leer párrafos que me invitan a escribir cosas como éstas.

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  2. Dicen por ahí que la felicidad está hecha de pequeños detalles, supongo que se refieren a coger un puñado de tierra con las manos, a escuchar personas mayores aunque sobre su cabeza haya una boina, a rozar el tomillo con las botas y embriagarse del aroma que se esparce, a reposar bajo una sombra de árbol apoyado en su tronco, a envolverse entre la banda sonora del trinar pajarero... O leer párrafos que me invitan a escribir cosas como éstas.

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