Han de saber vuesas mercedes que uno ante ciertos asuntos
anda ojo avizor, más por cotilla que por poseedor de una notable inteligencia
de la que no disfruto, y hállome alborotado por insólitos sucesos que ocurren a
mi alrededor, que más parecen venir de extraños encantamientos que de la pura realidad.
Parte
I.
Transcurría la bella temporada de las flores, y
encontrándose ésta en su punto álgido, hubo un calamitoso hecho en una
localidad cercana a este Real Sitio, que tiñó de negro nuestro límpido cielo
azul.
En éstas, paseábamos muy acaramelados mi dama y yo por lo
que ahora han dado en llamar la zona industrial de nuestra localidad. De
repente, observamos cómo una cuadrilla de bomberos, exhaustos de batirse con
las llamas que pigmentaron de oscuro el cielo, se afanaban sobre algo, que
oculto a nuestros ojos, acaecía en el arroyo, ahora canalizado, que cual
bisectriz divide en dos la zona. Nuestra curiosidad, poderosa cual forzudo de
circo, nos hizo acercarnos a la artificial ribera del arroyo y, sin dilación
alguna, preguntar por los hechos que allí sucedían. Una amable señora, mucho más
alta que ancha, de magras carnes y más cercana a los sesenta que a la
cincuentena, y caminante por galena prescripción, nos informó del ciclópeo
infortunio que se cernía sobre el arroyo: una familia de ánades, constituida
por madre y cinco vástagos que ante el revuelo nadaban frenéticos sin rumbo ni concierto, se
encontraban desamparados ante la corriente del arroyo y corrían el riesgo de
fenecer en el mismo agua, con la misma corriente, que les vio nacer y que, por
otro lado les daba la vida. Todo esto fue dicho con la consternación dibujada
en el rostro de la estulta paseante, que estaba realizando su buena acción del
día: el lanzamiento de la familia de ánades del que hasta el momento era su hogar,
elegido por ellos mismos.
Estupefactos ante tamaña estolidez, este humilde servidor
y su dama continuaron el camino interrumpido por la estupidez bípeda.
Parte
II.
Asomábanse por el horizonte tiempos de canícula cuando emprendimos viaje
hacia tierras extremeñas en compañía de unas amistades de trato cuasi familiar.
Escasos días de disfrute por aquellas tierras se nos presentaban.
Nuestras amistades, grandes amantes de la Naturaleza y de
la vida animal, poseían un apacible gato al que proveyeron de vituallas
suficientes como para pasar bastantes más días que los que íbamos a emplear en
nuestro viaje, ya que el lindo minino no podía acompañarnos. Próvidas nuestras
amistades, dejaron abierto el balcón de su hogar para que su animal de compañía pudiera
solearse como a él le petare.
Pero hete aquí, que el día de nuestro regreso, al lindo
minino le dio por maullar desde el balcón, por otro lado cosa habitual entre
todos los integrantes de su especie, y estos maullidos alcanzaron los oídos de
una estólida bípeda que plácidamente apuraba un vaso de caña de cerveza
soleándose, al igual que el gato, en una cercana terraza. Estos mayidos
alarmaron sobremanera la buenista conciencia y la desmedida ignorancia de la que, muy a nuestro pesar, se
iba a convertir en la protagonista de esta vera historia; lo que la hizo
comunicar a las autoridades tan grande atrocidad que, a su necio parecer, se estaba
cometiendo con el maullador, que no
ladrador (eso sí que hubiera sido preocupante tratándose de un felino), animal
de compañía de nuestras amistades.
Acudieron al domicilio donde habitaba nuestro querido
micho varios guardias, que fueron privados de ocuparse de otros menesteres no
menos importantes, para constatar las palabras
y sensaciones de la estólida, alarmada y alarmante bípeda. “Efectivamente, este
gato anda desamparado y desasistido en este mundo feroz”, certificaron al punto
los representantes de las autoridades.
Mientras tanto, muchos bípedos desocupados, algunos estultos
y otros no, algunos sembradores de
cizaña y otros no, algunos repartidores
de rumores y otros no, se fueron arremolinando ante la presencia de tanto
guardia, creyendo ver aquí una situación que excitara su mórbida curiosidad hasta el paroxismo.
Viendo el revuelo que se originó, acudieron familiares de
nuestras amistades alertados por el gentío y temiendo que un terrible suceso
afectara a la integridad de alguno de los miembros de su familia. Los guardias
acompañaron a los familiares al domicilio que a disposición del félido se
encontraba, quisieron atestiguar el estado de “abandono y desamparo” y no
quisieron reparar en la vituallas ni en las excelentes condiciones de vida en
las que el minino se hallaba. No sé si por propia estulticia o por acallar a la
caterva vocinglera que se acumulaba bajo el balcón, obligaron al familiar a que
se hiciera cargo del gato maullador “abandonado”, una vez hollado el hogar
donde se acumulaban alimentos suficientes para la supervivencia del felino sin
tener que recurrir al instinto cazador, a día de hoy emasculado, que esta especie posee de manera innata. Y
todo sin la presencia en su casa de nuestras queridas amistades, a la sazón dueñas del gato y de la casa.
Pero no todo termina aquí, ya que algunos desinformados informadores
locales polemizaron largo y tendido sobre el maltrato animal, originado dicho
debate por la comunicación de los funestos hechos aquí tratados por las autoridades
municipales a la prensa.
Todo lo anteriormente narrado son hechos verídicos y
vividos en primera persona por quienes esto escriben, a quienes les han hecho
reflexionar sobre la estulticia que sibilinamente se ha ido apoderando de los
seres bípedos. Nos preguntamos si es necesario tener que alertar a servicios de
emergencia para “rescatar” del hogar por ellos elegido en su hábitat natural
donde, por otro lado, crían y sacan adelante a su prole año tras año una pareja
de ánades reales, que luchan por su supervivencia como cualquier otro animal
salvaje; o si debemos alarmarnos y alarmar a las autoridades competentes porque
un lindo félido maúlla desde el balcón del domicilio donde le cuidan y atienden
adecuadamente, privando de este modo a otros bípedos del servicio que puedan
prestar estas autoridades ahora ocupadas en un inexistente e inefable (por
esperpéntico) rescate. Del mismo modo, nos preguntamos si la estulta bípeda que
se alarmó por los mayidos de un gato se hubiera dado tanta priesa en avisar a
los guardias si hubiere sido testigo de una agresión a una mujer, un atraco o
un aborto, verbigracia; o tal vez hubiera girado la cabeza para no ver y, de esta hipócrita manera, no tener que alarmar a las autoridades competentes.
Como diría aquél:
ResponderEliminarPaisss
Ahora, cada vez que salga de casa lo haré con miedo, todo sea se pongan mis peces a silvar y acuda raudo y veloz el SEPRONA alertado por algun samaritano de esos que llevan el maletero del coche a reventar de pienso para gatos. Y, con él, contribuyen a la proliferación incrolada de colonias felinas. Mare mía!!
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