domingo, 21 de julio de 2013

Tatuaje y ordinariez

            Mi abuelo, que era ganadero, marcaba en los cuartos traseros a aquellas ovejas de su propiedad con un hierro incandescente como el sol de verano, con las iniciales de su nombre: LG.  Había que agarrarlas de las patas, derribarlas e inmovilizarlas echándose sobre su cuerpo para aplicarles el temido estigma ferroso. Arduo trabajo que mezclaba el sudor con el polvo del campo y la pericia con la rigor imperante en el mundo rural. De este ancestral modo se distinguían sus ovejas cuando se juntaban dos rebaños y no se mezclaban las churras con las merinas. Sabia tradición atávica que en nuestros días se muda a la especie humana (los modernos dirían al género humano, acostumbrados a generalizar incluso hasta la violencia). Pero no nos quemamos con el hierro forjado que exhalaba vapor de agua cuando, terminada su tarea, se introduce en un caldero con agua, sino que nos agujeramos la piel con agujas entintadas como la pluma de los escritores del Siglo de Oro, acuchillando el parquet de nuestra piel.
            Marcados como las ovejas de mi abuelo paseamos ufanos por las ciudades, por los parques y, sobre todo, por las piscinas y las playas ibéricas; tal vez será para no confundirnos con el resto del ganado que forma el grey humano o para no mezclar en un alarde de desmesurado individualismo las churras con las merinas. Marcados como las ovejas de mi abuelo lucimos, porque si no se viera no tendría sentido alguno marcarse como las ovejas de mi abuelo, torso desnudo por cualquier calle, plaza o espacio público, que de este modo se convierte en púbico. Marcados como las ovejas de mi abuelo berreamos ante las hembras de nuestra especie, que, por otro lado, perdiendo la esencia de su condición femenina, se dejan berrear al oído; hinchamos nuestros “miembros” tatuados y se los mostramos impúdicamente como símbolo de nuestra virilidad y de un inconformismo de salón (o tal vez debería decir de SALOON, siempre con el permiso de John Wayne). Marcadas como las ovejas de mi abuelo, las hembras de esta especie nuestra muestran su espontánea coquetería que es difícilmente distinguible de la zafia ordinariez sexual, del mismo modo que sus congéneres macho alfa, mostrando sus pechos y sus pubis tatuados hasta la extenuación del tatuador. Marcados como las ovejas de mi abuelo nos pavoneamos de nuestra escasa educación y buenos modales, olvidados éstos (los buenos) por un mundo hedonista y superfluo, por no tildar de mediocre y obsceno en sus formas y medidas.
            Calaveras descarnadas, martillos de Thor,  monigotes diabólicos, telas de araña enmarañadas, duendes fumetas, melosos gatitos, toros de Osborne, símbolos tribales, retratos de hijos recién nacidos o de padres fallecidos, delicadas geishas vestidas para deleitar, escudos heráldicos, hojas de marihuana, iniciales de amores en desuso, ligueros enlazados en concupiscentes muslos e imposibles de cercenar en noches de bodas, letras sínicas de inviable traducción, fechas de la muerte de abuelas, códigos postales de los arrabales de la gran ciudad, pin-ups trasnochadas, nombres de tus hijos en cada antebrazo (será por si se te olvida el nombre de algún miembro eminente de tu prole), tu propio nombre ( para la amnesia de las noches de borrachera y las mañana de resaca), tribales célticos y símbolos maoríes, números romanos y caracteres agarenos, lunas, soles, estrellas…
            Piernas, brazos, antebrazos, pecho, espalda; tríceps, bíceps, cuádriceps, gemelos, pectoral… Todo miembro, todo músculo del cuerpo debe ser hollado por la aguja percutora que, tras golpear el fulminante del colorante, dispara litros de tinta china sobre ellos, dibujando los miles de motivos que personalizan nuestro propio cuerpo y moldean nuestra arcillosa personalidad. Y así caminamos, sintiéndonos únicos entre el rebaño de personas que, como nosotros, van también tatuados, mostrando nuestro cuerpo pintarrajeado como los vagones del metro de Nueva York.
            Cada uno es libre de incorporar en sus vidas la elegancia y el saber estar o, por el contrario, la más absoluta ordinariez que el tatuaje aporta a la persona; mejor dicho, no el tatuaje, sino el concepto que tenemos del mismo y la inapelable necesidad de mostrar a cada rato la porción de cuerpo (importando poco su ubicación) donde está alojado de por vida.
            Pero la edad, ay amigo, la edad y el inexorable paso del tiempo juegan su baza. Yo no sólo no me veo con manchurrones de tinta en los flácidos músculos que enjaecen mi montura a una edad provecta, sino que no me veo cargando con adornos pictóricos que en mi juventud me embelesaron y en mi vejez, tras la lógica evolución vital, me repugnen.

            Pero insisto, cada uno es libre de hacer lo que le venga en gana; aunque, eso sí, hay que ser conscientes de que marcarse la piel no es otra cosa que etiquetarse a ojos de los que nos observan. Y uno puede vestirse para la ocasión, ora de etiqueta, ora de modo informal; pero no puede deshacerse de la marca indeleble que luce en su cuerpo, de esa etiqueta que ha de llevar a pesar de que las circunstancias no lo requieran. Y si no, llevándolo al extremo,  que esto se lo pregunten a los pandirellos  salvadoreños que quieren dejar de ser miembros de la mara. 

viernes, 22 de febrero de 2013

El joven naturalista


            Muy de vez en cuando,  por la penosamente asfaltada carretera renqueaba algún camión esputando humo negro como el picón, fatigado por las cuestas, las curvas, los baches y la gravilla. Un camión que, cargado de alpacas o de leña de encina, se dejaba oír desde la lejanía, reduciendo marchas, trazando curvas, atravesando puentes añejos, volviendo a acelerar en el respiro de las exiguas rectas. El resto del tiempo sólo se escuchaba el soniquete de cencerros colgados de la garganta de los bucos y de los campanillos que, graciosamente, hacían tintinear las ovejas de dehesas que se extendían por la llanura. Y, en primer plano, el sonido del bosque mediterráneo; el sonido del vuelo de los buitres, el canto de los carboneros, el chillido de los vencejos, el ladrido del águila imperial, el berreo de los ciervos, el maullido del lince. Al oído sensible, todos los sonidos orquestaban una agreste sinfonía sin parangón.

            El naturalista, aparentemente ajeno a todo ello, oteaba el cielo y los tolmos con unos prismáticos de origen soviético, que unidos a su cuello por el cordón umbilical que formaba la cinta coriácea se habían convertido en un apéndice más de su cuerpo, un apéndice inextirpable. El sereno y joven naturalista observaba el vuelo de los buitres, la velocidad del halcón, el arte cinegético de las águilas, la privacidad desvelada de las cigüeñas negras. Anotaba en un ajado cuaderno las cosas que sus ojos captaban con avidez, los sonidos que atravesaban sus atentos oídos, el olor de las plantas y de los animales que recorrían su nariz, el sabor montaraz de las bellotas y de la brizna de trigo que sujetaba entre sus dientes, la lluvia y el frío que erizaba su piel: la vida que le circundaba; la vida que le hacía vivir.

            Algún lugareño curioso pegaba la hebra con él, preguntándole qué cosas hacía allí, sentado en un cancho y mirando sin cesar a los pájaros. Y él les contestaba que buscaba al águila imperial y que no le había traído hasta allí otra cosa que lo que le contaban los corcheros en la Sierra de San Pedro, que le decían que cuando hacían la saca en la Sierra de las Corchuelas veían muchos nidos grandes: nidos de águilas. Y el joven naturalista anotaba en su ajado cuaderno muchas de las cosas que le contaban los pastores, los corcheros, los piconeros, los barqueros, los cabreros, en definitiva, la gente del campo. Allí estaba bien, había descubierto un tesoro secreto, un tesoro maravilloso.

            Unas veces, se adentraba en el arcabuco de la umbría, entre jaras, quejigos y madroños, ataviado con pantalones de fosca pana y jerseys de ruana marrones. Buscaba en la espesura al gran gato, las escarbaduras de una piara de jabalíes, las huellas de un tejón o los excrementos de un meloncillo. A veces, algún pescador o algún barquero se llevaba gran susto al verlo salir de la espesura exornado su cabello y su ropa de hojarasca, pólenes y líquenes, como si de un ser mitológico se tratara, y, una vez comprobado que se trataba del joven naturalista, ya atalantado, le hablaba de las nutrias del río, de los árboles de la ribera, de los nidos de los milanos, de los cagarruteros de las ginetas, de las nubes que barruntan agua y del viento solano que agosta el paisaje, los pueblos y a las personas. Otras veces, sentado en los muros del puente, observaba el bosque de ribera, aún no profanado, a la espera de avistar a la juguetona nutria nadando contracorriente o, tal vez, a un audaz zorrillo acercándose a saciar la sed de su último conejo almorzado, o a un veloz martín pescador pasar bajo los arcos, rozando las dovelas con sus alas.
 Desde allí, asombrado, contemplaba los rebaños de ovejas merinas que le rozaban la pana de sus pantalones con las vedijas, descendiendo hacia el sur en invierno y acercándose al norte en verano, en busca de pastos; como, desde siempre, se había hecho. Rebaños guiados por pastores de recia y tostada piel y zurrón de cuero, ayudados por mastines de collar de tachuelas y lengua afuera, fieles a sus amos y firmes ante el lobo. Y les seguía con la mirada y otras veces con los pies hasta la majada improvisada, donde los pastores encerraban a las ovejas en las teleras para pasar la noche, y, junto a la hoguera, entre historias exageradas, romances milenarios y chascarrillos sicalípticos, aguardaban a que el sueño les meciese entre sus brazos. Más de una noche pasó el joven naturalista acurrucado junto a las brasas, en compañía de los pastores; más de un día les acompañó por la Cañada Real Trujillana escuchando sus historias, viendo su forma de vida ancestral, y, fijándose en el ganado, en los perros, en los pastores, observó el bien que aportaban al valle de donde ya formaba parte.

Y los años pasaron y al ruido de los esporádicos camiones que esputaban humo negro, les sustituyó el ruido de las escavadoras que asolaron parte del bosque; que aplastaron encinas, quejigos, alcornoques y madroños que crujían ferozmente, como en un desesperado grito de resistencia final, bajo las gélidas cadenas metálicas que arrastraban las tétricas máquinas de devastación. Y, para más inri, el bosque de ribera, donde audaz se acercaba el zorrillo a beber, yacía bajo las aguas embalsadas; y el puente donde tantas veces fue feliz junto a las ovejas, bajo el vuelo de los milanos, se había ahogado irremediablemente, ocultando los sillares que tan caros le resultaron al Obispo de Plasencia y señor de Jaraicejo. Y el joven naturalista se vio obligado a actuar, a intentar frenar los destrozos en el bosque y la ruina que se cernía sobre los habitantes de los cuatro lugares, de la comarca, de la provincia y, por ende, del país. Y movió Roma con Santiago, y movilizó a la gente del lugar, y pisó despachos de burócratas, y alertó a la comunidad científica, y se dejó la piel en ello. Pero el fruto se recogió y aquel valle y aquellas sierras y aquellos árboles y aquellos buitres y aquellas águilas y aquellos linces fueron protegidos.

Y, por fin, nació, un nuevo Parque Natural.

Hoy  la sierra se alegra cuando el ya no tan joven naturalista bandea sus rebaños de merinas por la cañada donde tanto aprendió del oficio trashumante. Rebaños que a su paso dejan porciones de lana enredadas en las puntiagudas hojas de los espinos y en las de las pequeñas encinas que buscan su futuro bajo el sol extremeño; que dejan, igualmente a su paso, un espeso manto de beneficiosas boñigas. Cruza el puente por donde discurre el antiquísimo cordel, levanta su cabeza, entorna los ojos para eludir la claridad del sol y avista un buitre negro que, elegantemente y sin aletear, asciende acunado por la corriente de aire que le trasladará en busca de su exánime alimento.

viernes, 15 de febrero de 2013

El Reto


            Se encaramó, lento pero seguro, al cancho picudo que le impedía avanzar por el sendero junto al arroyo. Se sintió fuerte y alzó sus menudos brazos en señal de victoria. Mientras tanto, los cachones entintaban de blanco las gélidas aguas  que el otoño había dejado en la sierra y que ahora buscaban su acomodo en la inminente llanura.

     - ¡He escalado! ¡He escalado!

            La euforia, exenta de miedo, irrumpía en su cuerpo despojándolo del sentimiento pueril y acercándolo a la fortaleza madura con la que todo niño anhela. Había conseguido su primera cima; la cima de un sueño; la cima del esfuerzo. Y como espectadores se encontraban sus padres. Las únicas personas a las que quería demostrar su valía y fortaleza, las únicas personas con las que contaba, las únicas personas que formaban su mundo, las únicas personas que, maravilladas, habían sido testigos de su proeza, de su coraje, de su primer salto al vacío sin red.

Exultante, continuó su camino por la vereda apenas hollada por pastores ancestrales. Difícilmente cabía ya en su  pequeño y liviano cuerpo, engrandecido por su mítica proeza. El lene viento alzó una pequeña guedeja cercana a su frente, imprimiéndole a su figura una ufanía de gallo de corral triunfante en un lance amoroso. Pero la trocha se empeñaba en plantar sus pies en el suelo, poniendo, en este caso, otro muro infranqueable a simple vista, exornado con aristas y musgo resbaladizo. Giró su cabeza en busca de la complicidad de los padres que, pasos atrás, le seguían. Ornó sus labios con la más pícara de las sonrisas y sin dilación arrostró el reto de volver a escalar el canchal que le impedía continuar. Con agilidad inusitada en su corta edad, afrontó el primer tramo sin inconveniente alguno. De pronto, un escurridizo tapiz de musgo se asentó sobre su pisada y le hizo resbalarse, quedando colgado de la única fuerza que sus brazos podían ejercer. Volvió a girar la cabeza, pero esta vez no buscaba otra cosa que no fuera una ayuda urgente. Sin embargo, imbuido por un orgullo hasta ahora desconocido en él, tornó su cara hacia la sólida roca y, sacando brío de su interior, alzó la pierna que había resbalado, fijándola en una arista más amable. Se impulsó y dos pasos más arriba se encumbro como el alpinista que, tras años de duro entrenamiento, alcanza la cumbre más alta del mundo.

- ¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí!- Dijo desde lo alto, mientras su resuello reflejaba el titánico esfuerzo que lo había llevado a cumplir su objetivo. Volvió a buscar una mirada de complicidad en sus progenitores y, una vez obtenida, sonrió y, dándose media vuelta continuó alegre su camino.

Por la noche, en el calor del hogar, rememoró sus hazañas como lo haría un abuelo ante los atónitos ojos de sus nietos. No paró de hablar, de relatar cada paso que dio en el canchal, hasta que sus párpados, poco a poco, arroparon cariñosamente a unos ojos victoriosos.