Mi
abuelo, que era ganadero, marcaba en los cuartos traseros a aquellas ovejas de
su propiedad con un hierro incandescente como el sol de verano, con las
iniciales de su nombre: LG. Había que
agarrarlas de las patas, derribarlas e inmovilizarlas echándose sobre su cuerpo
para aplicarles el temido estigma ferroso. Arduo trabajo que mezclaba el sudor
con el polvo del campo y la pericia con la rigor imperante en el mundo rural. De
este ancestral modo se distinguían sus ovejas cuando se juntaban dos rebaños y
no se mezclaban las churras con las merinas. Sabia tradición atávica que en
nuestros días se muda a la especie humana (los modernos dirían al género humano, acostumbrados a generalizar incluso hasta la violencia). Pero no nos quemamos con el hierro
forjado que exhalaba vapor de agua cuando, terminada su tarea, se introduce en
un caldero con agua, sino que nos agujeramos la piel con agujas entintadas como
la pluma de los escritores del Siglo de Oro, acuchillando el parquet de nuestra
piel.
Marcados
como las ovejas de mi abuelo paseamos ufanos por las ciudades, por los parques
y, sobre todo, por las piscinas y las playas ibéricas; tal vez será para no
confundirnos con el resto del ganado que forma el grey humano o para no mezclar
en un alarde de desmesurado individualismo las churras con las merinas. Marcados
como las ovejas de mi abuelo lucimos, porque si no se viera no tendría sentido alguno
marcarse como las ovejas de mi abuelo, torso desnudo por cualquier calle, plaza
o espacio público, que de este modo se convierte en púbico. Marcados como las
ovejas de mi abuelo berreamos ante las hembras de nuestra especie, que, por
otro lado, perdiendo la esencia de su condición femenina, se dejan berrear al
oído; hinchamos nuestros “miembros” tatuados y se los mostramos impúdicamente
como símbolo de nuestra virilidad y de un inconformismo de salón (o tal vez
debería decir de SALOON, siempre con el permiso de John Wayne). Marcadas como
las ovejas de mi abuelo, las hembras de esta especie nuestra muestran su
espontánea coquetería que es
difícilmente distinguible de la zafia ordinariez sexual, del mismo modo que sus
congéneres macho alfa, mostrando sus pechos y sus pubis tatuados hasta la
extenuación del tatuador. Marcados como las ovejas de mi abuelo nos pavoneamos
de nuestra escasa educación y buenos modales, olvidados éstos (los buenos) por
un mundo hedonista y superfluo, por no tildar de mediocre y obsceno en sus
formas y medidas.
Calaveras
descarnadas, martillos de Thor, monigotes diabólicos, telas de araña
enmarañadas, duendes fumetas, melosos gatitos, toros de Osborne, símbolos
tribales, retratos de hijos recién nacidos o de padres fallecidos, delicadas
geishas vestidas para deleitar, escudos heráldicos, hojas de marihuana,
iniciales de amores en desuso, ligueros enlazados en concupiscentes muslos e
imposibles de cercenar en noches de bodas, letras sínicas de inviable
traducción, fechas de la muerte de abuelas, códigos postales de los arrabales
de la gran ciudad, pin-ups trasnochadas, nombres de tus hijos en cada antebrazo
(será por si se te olvida el nombre de algún miembro eminente de tu prole), tu
propio nombre ( para la amnesia de las noches de borrachera y las mañana de
resaca), tribales célticos y símbolos maoríes, números romanos y caracteres
agarenos, lunas, soles, estrellas…
Piernas,
brazos, antebrazos, pecho, espalda; tríceps, bíceps, cuádriceps, gemelos,
pectoral… Todo miembro, todo músculo del cuerpo debe ser hollado por la aguja
percutora que, tras golpear el fulminante del colorante, dispara litros de
tinta china sobre ellos, dibujando los miles de motivos que personalizan nuestro propio cuerpo y
moldean nuestra arcillosa personalidad. Y así caminamos, sintiéndonos únicos
entre el rebaño de personas que, como nosotros, van también tatuados, mostrando
nuestro cuerpo pintarrajeado como los vagones del metro de Nueva York.
Cada
uno es libre de incorporar en sus vidas la elegancia y el saber
estar o, por el contrario, la más absoluta ordinariez que el tatuaje aporta a
la persona; mejor dicho, no el tatuaje, sino el concepto que tenemos del mismo
y la inapelable necesidad de mostrar a cada rato la porción de cuerpo
(importando poco su ubicación) donde está alojado de por vida.
Pero
la edad, ay amigo, la edad y el inexorable paso del tiempo juegan su baza. Yo
no sólo no me veo con manchurrones de tinta en los flácidos músculos que
enjaecen mi montura a una edad provecta, sino que no me veo cargando con
adornos pictóricos que en mi juventud me embelesaron y en mi vejez, tras la
lógica evolución vital, me repugnen.
Pero
insisto, cada uno es libre de hacer lo que le venga en gana; aunque, eso sí,
hay que ser conscientes de que marcarse la piel no es otra cosa que etiquetarse
a ojos de los que nos observan. Y uno puede vestirse para la ocasión, ora de etiqueta,
ora de modo informal; pero no puede deshacerse de la marca indeleble que luce
en su cuerpo, de esa etiqueta que ha
de llevar a pesar de que las circunstancias no lo requieran. Y si no, llevándolo al extremo, que esto
se lo pregunten a los pandirellos
salvadoreños que quieren dejar de ser miembros de la mara.
Enhorabuena, una vista diferente de lo que todo el mundo piensa, se creen únicos y son unos más marcados como las ovejas de tu abuelo. Te doy las gracias por todo lo que me haces pensar y comprender a mi corta edad. Te quiero.
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