Muy
de vez en cuando, por la penosamente
asfaltada carretera renqueaba algún camión esputando humo negro como el picón,
fatigado por las cuestas, las curvas, los baches y la gravilla. Un camión que,
cargado de alpacas o de leña de encina, se dejaba oír desde la lejanía,
reduciendo marchas, trazando curvas, atravesando puentes añejos, volviendo a
acelerar en el respiro de las exiguas rectas. El resto del tiempo sólo se
escuchaba el soniquete de cencerros colgados de la garganta de los bucos y de
los campanillos que, graciosamente, hacían tintinear las ovejas de dehesas que
se extendían por la llanura. Y, en primer plano, el sonido del bosque
mediterráneo; el sonido del vuelo de los buitres, el canto de los carboneros,
el chillido de los vencejos, el ladrido del águila imperial, el berreo de los
ciervos, el maullido del lince. Al oído sensible, todos los sonidos orquestaban
una agreste sinfonía sin parangón.
El
naturalista, aparentemente ajeno a todo ello, oteaba el cielo y los tolmos con
unos prismáticos de origen soviético, que unidos a su cuello por el cordón
umbilical que formaba la cinta coriácea se habían convertido en un apéndice más
de su cuerpo, un apéndice inextirpable. El sereno y joven naturalista observaba
el vuelo de los buitres, la velocidad del halcón, el arte cinegético de las
águilas, la privacidad desvelada de las cigüeñas negras. Anotaba en un ajado
cuaderno las cosas que sus ojos captaban con avidez, los sonidos que
atravesaban sus atentos oídos, el olor de las plantas y de los animales que
recorrían su nariz, el sabor montaraz de las bellotas y de la brizna de trigo
que sujetaba entre sus dientes, la lluvia y el frío que erizaba su piel: la
vida que le circundaba; la vida que le hacía vivir.
Algún
lugareño curioso pegaba la hebra con él, preguntándole qué cosas hacía allí,
sentado en un cancho y mirando sin cesar a los pájaros. Y él les contestaba que
buscaba al águila imperial y que no le había traído hasta allí otra cosa que lo
que le contaban los corcheros en la
Sierra de San Pedro, que le decían que cuando hacían la saca
en la Sierra
de las Corchuelas veían muchos nidos grandes: nidos de águilas. Y el joven
naturalista anotaba en su ajado cuaderno muchas de las cosas que le contaban
los pastores, los corcheros, los piconeros, los barqueros, los cabreros, en
definitiva, la gente del campo. Allí estaba bien, había descubierto un tesoro secreto, un tesoro maravilloso.
Unas
veces, se adentraba en el arcabuco de la umbría, entre jaras, quejigos y
madroños, ataviado con pantalones de fosca pana y jerseys de ruana marrones.
Buscaba en la espesura al gran gato, las escarbaduras de una piara de jabalíes,
las huellas de un tejón o los excrementos de un meloncillo. A veces, algún pescador
o algún barquero se llevaba gran susto al verlo salir de la espesura exornado
su cabello y su ropa de hojarasca, pólenes y líquenes, como si de un ser
mitológico se tratara, y, una vez comprobado que se trataba del joven
naturalista, ya atalantado, le hablaba de las nutrias del río, de los árboles
de la ribera, de los nidos de los milanos, de los cagarruteros de las ginetas,
de las nubes que barruntan agua y del viento solano que agosta el paisaje, los
pueblos y a las personas. Otras veces, sentado en los muros del puente,
observaba el bosque de ribera, aún no profanado, a la espera de avistar a la
juguetona nutria nadando contracorriente o, tal vez, a un audaz zorrillo
acercándose a saciar la sed de su último conejo almorzado, o a un veloz martín
pescador pasar bajo los arcos, rozando las dovelas con sus alas.
Desde allí, asombrado, contemplaba los rebaños
de ovejas merinas que le rozaban la pana de sus pantalones con las vedijas,
descendiendo hacia el sur en invierno y acercándose al norte en verano, en
busca de pastos; como, desde siempre, se había hecho. Rebaños guiados por
pastores de recia y tostada piel y zurrón de cuero, ayudados por mastines de
collar de tachuelas y lengua afuera, fieles a sus amos y firmes ante el lobo. Y
les seguía con la mirada y otras veces con los pies hasta la majada
improvisada, donde los pastores encerraban a las ovejas en las teleras para
pasar la noche, y, junto a la hoguera, entre historias exageradas, romances
milenarios y chascarrillos sicalípticos, aguardaban a que el sueño les meciese
entre sus brazos. Más de una noche pasó el joven naturalista acurrucado junto a
las brasas, en compañía de los pastores; más de un día les acompañó por la Cañada Real Trujillana
escuchando sus historias, viendo su forma de vida ancestral, y, fijándose en el
ganado, en los perros, en los pastores, observó el bien que aportaban al valle
de donde ya formaba parte.
Y los años
pasaron y al ruido de los esporádicos camiones que esputaban humo negro, les
sustituyó el ruido de las escavadoras que asolaron parte del bosque; que
aplastaron encinas, quejigos, alcornoques y madroños que crujían ferozmente,
como en un desesperado grito de resistencia final, bajo las gélidas cadenas
metálicas que arrastraban las tétricas máquinas de devastación. Y, para más
inri, el bosque de ribera, donde audaz se acercaba el zorrillo a beber, yacía
bajo las aguas embalsadas; y el puente donde tantas veces fue feliz junto a las
ovejas, bajo el vuelo de los milanos, se había ahogado irremediablemente,
ocultando los sillares que tan caros le resultaron al Obispo de Plasencia y señor
de Jaraicejo. Y el joven naturalista se vio obligado a actuar, a intentar
frenar los destrozos en el bosque y la ruina que se cernía sobre los habitantes
de los cuatro lugares, de la comarca, de la provincia y, por ende, del país. Y
movió Roma con Santiago, y movilizó a la gente del lugar, y pisó despachos de
burócratas, y alertó a la comunidad científica, y se dejó la piel en ello. Pero
el fruto se recogió y aquel valle y aquellas sierras y aquellos árboles y
aquellos buitres y aquellas águilas y aquellos linces fueron protegidos.
Hoy la sierra se alegra cuando el ya no tan joven
naturalista bandea sus rebaños de merinas por la cañada donde tanto aprendió
del oficio trashumante. Rebaños que a su paso dejan porciones de lana enredadas en las puntiagudas
hojas de los espinos y en las de las pequeñas encinas que buscan su futuro bajo el sol
extremeño; que dejan, igualmente a su paso, un espeso manto de beneficiosas
boñigas. Cruza el puente por donde discurre el antiquísimo cordel, levanta su
cabeza, entorna los ojos para eludir la claridad del sol y avista un buitre
negro que, elegantemente y sin aletear, asciende acunado por la corriente de
aire que le trasladará en busca de su exánime alimento.
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