jueves, 2 de febrero de 2017

Doña Reme y Servando (Segunda parte de una historia en un café)

Servando, el torpe camarero de Huesca, y doña Reme, la viudita del general que no llegó a sorche, salieron del café cuyo techo era la patria de las arañas cuando ya el cielo estaba obscurecido y el fresco nocturno se pegaba en el rostro. Detrás dejaron al dueño del café hermanado con el estruendo del cierre metálico al bajar. Doña Reme, la viudita del general que no llegó a sorche, no cejaba en las miradas sicalípticas que echaba al bueno de Servando, el torpe camarero de Huesca, quien a cada paso mermaba su tamaño ante la consistente y rotunda contextura de doña Reme. Doña Reme, la del escote recalentado con café, no dejó de hablar a Servando, el torpe camarero de Huesca, de lo espléndidamente que me va la vida, de la bonita casa que tengo aquí al lado, unas calles más abajo, de los buenos años que pasamos mi general y yo en la bella ciudad de Ceuta, sirviendo en Regulares, del lustre que saco a diario a las medallas que mi general ganó en mil y una batallas,  de lo sola y desatendida que me ha dejado este mariconazo con eso de morirse, etc. Y, de este modo, con un Servando, el torpe camarero de Huesca, empequeñecido como un liliputiense en estado de desgracia, llegaron al portal de Doña Reme, la del escote recalentado con café, donde ésta le dijo:
- Anda Servando que cómo me has dejado el escote con el café hirviendo. Todavía me arde por fuera y sobre todo por dentro. Tendrás que subir a mi casa y aplicarme un ungüento de aloe vera más bueno que el bálsamo de Fierabrás para calmar estos ardores.
            Servando, que no hacía otra cosa que asentir bobaliconamente como con miedo a las palabras, se acordaba a cada instante de las palabras que le dijo el dueño del café, del que no hemos dicho su nombre y sin nombre se queda: “Sé galante con ella, acompáñala a casa…” Así que subieron los irregulares escalones  de madera que separaban el portal del primer piso como Dios está mandado: la fémina por delante meneando su nalgatorio de Venus prehistórica, y el minúsculo varón, siguiendo con sus ojos el baile trémulo de las nalgas que le precedían, ascendiendo por detrás para evitar, como buen caballero, que en caso de accidental tropezón de la fémina que la misma caiga y se pueda lastimar; aunque, todo sea dicho, Servando, el torpe camarero de Huesca, iba creciendo con el hipnótico contoneo que le precedía seguía teniendo aspecto de pollito mojado y poco podía hacer si la voluminosa voluptuosidad de doña Reme, la del escote recalentado con café, caía sobre él.
            Una vez en el interior del piso, doña Reme, la del escote recalentado con café, ofreció a su invitado una copita de anís de Chinchón, que, ya sabe usted, que en otro sitio no saben hacerlo así de bueno. Servando, el torpe camarero de Huesca, ante el etílico ofrecimiento y venido arriba con la subida de las escaleras, recordó las palabras de su jefe, que sin nombre se queda, y aparte de asentir como el perrillo con cuello de muelle de los de bandeja de  Renault 7, añadió desvergonzándose:
-Y una copita de coñac también me vendría bien, doña Reme.
- ¡Uy! No me llames doña Reme. Te permito que me tutees, a pesar de mi condición de viuda de General. – Añadió a las palabras una mirada devoradora, de esas que dejan restos de saliva por la piel por donde pasan.
            Doña Reme, la del descote recalentado por Servando, sacó del mueble dos copas, una botella de anís y otra de coñac terciada. Antes de sentarse muy cerquita de Servando, el de los ojos rijosos, puso sobre la mesa las copas, las botellas y un tubo de crema de aloe vera, el que calma las calenturas.
-Mira Servando cómo me has dejado el escote – dijo doña Reme mientras acerba su descote arrebolado a escasos milímetros del morro de su invitado, notando éste el galope de la salacidad aquí en el punto medio del cuerpo-. Si todavía arde - agarró el occipucio del fascinado Servando, el de los ojos rijosos, y lo empujó enterrándolo en el chamuscado y dadivoso escote.
            Después, ya se sabe, traqueteo de locomotora por los raíles de los muelles del somier, gemidos de mezzosoprano en mi bemol mayor; Servando esmerándose con ahínco entre tremulosas, voluminosas y no por ello menos voluptuosas carnes femeninas, y doña Reme dando rienda suelta a su incandescente viudez. Saliva, sudor, salitre y un melífero sabor que el amor en primera instancia dispersa por el ambiente.
            La mesa de mármol del café que, por la provecta edad de los contertulios, más parecía lápida que mesa, se fue llenando de los parroquianos habituales: don Tirso, el diplomático; don Gumer, el rijoso; don Cefe, el filólogo circuncidado; don Francisco, el torrero de salón, etc. Todos echaron en falta a don Meme, que no memo, que tras el vapuleo recibido el día anterior parecía haberse tomado unos días de asueto. Hablaban de asuntos superfluos tales como literatura, filosofía o ciencia a la vez que Servando, el torpe camarero de Huesca, servía los cafés que por habitualidad no era necesario pedir con una sonrisa de arrobamiento colgada de donde normalmente estaba situada su boca. Don Gumer, el rijoso, ávido observador en lo que a materia sicalíptica se refiere, se percató de que Servando, el torpe camarero de Huesca, no tenía la misma cara que a diario gastaba; y, una vez servidos los cafés encima de la lápida que otrora era mesa, golpeó complacientemente con el codo a Servando y guiñando un ojo le soltó:
-Por tu cara parece que asperjar el café sobre el rotundo descote de doña Reme tuvo un final digno de contarnos ¿no? - Servando, el torpe camarero de Huesca, encendió el farolillo rojo de la vergüenza sobre su cara. Doña Reme, la del escote recalentado con café y sin café,  miraba desde el fondo del local con la lujuria que la autoridad gubernativa  permitía en los cafés a su camarero en funciones de bombero. – No te pongas colorado y cuéntanos, cuéntanos – insistía don Gumer, el rijoso, en tono picarón.
- Poco que contar, don Gumer, – replicó Servando – salvo que el Chinchón que doña Reme tiene en el mueble bar es  lo mejor que he probado.
- Ha de ser maravilloso navegar por tan ubérrima pechuga – se relamía por dentro don Gumer, el rijoso, imaginándose en esa situación.- ¿Seguro que sólo estaba bueno  el Chinchón de doña Reme?
- Don Gumer, no sea usted cotilla – sentenció don Tirso, el diplomático.-  Deje trabajar a Servando y no se meta en sus asuntos.
            Servando agradeció a don Tirso, el diplomático, el quite que le había hecho y continuó con sus quehaceres tras la barre del café. Don Gumer, el rijoso, dejó de escuchar lo que en la mesa-lápida se decía y comenzó a imaginar la escena de cama de Servando y doña Reme, fantaseando con que ésta era una ágil salatriz de las artes amatorias. De repente, alterado por su fértil y pirógena ensoñación se levantó de la mesa y raudo salió del café sin despedirse de los integrantes del cenáculo, aunque, cierto es,  poca falta hacía. Veloz caminaba calle abajo buscando en sus bolsillos las pesetas necesarias para hacer tangible su imaginación en un fenicio devaneo.

            En el café, por otro lado, todo seguía con su normalidad: don Tirso, el diplomático, dictando sentencias a troche y moche oculta bajo su pellejito y su terno enjaezado de variopintos lamparones; don Cefe, el filólogo circuncidado, tomando notas y haciendo comentarios sobre el buen y correcto uso del lenguaje; don Francisco, el torero de salón, recogiendo la ovación en un coso de tercera en sus sueños de ojos abiertos; doña Reme, la del descote recalentado por su camarero-bombero, desvistiendo con su sicalíptica mirada al bueno de Servando, el camarero-bombero; y Servando, el torpe camarero-bombero de Huesca, deseando escuchar tras de sí el estruendo del cierre del café al bajarse y así poder acompañar a su doña Reme a su pisito de aquí al lado y poder saborear la copita de Chinchón preceptiva y luego, Dios dirá.

sábado, 28 de enero de 2017

España oxidada

                Y poco a poco España se oxida, inexorablemente,  casi sin hacer ruido, y los lenes chirridos que la herrumbre produce en los goznes de la vida apenas son escuchados por el urbanita quedo  que los españoles  llevamos dentro, cuasi con orgullo. Los envejecidos pueblos fenecen ante el empuje irremediable y la fuerza inconmensurable del progreso urbano, que engulle sin remedio a sus hijos, a sus abuelos, pobres sabios impedidos que marchan del lugar donde nacieron, donde vivieron, donde amaron con pasión, donde criaron a sus hijos, donde sudaron la gota gorda del esfuerzo vital, donde están enterrados sus padres y abuelos, todo ello para ir a morir a una aséptica habitación de hospital o en la gélida habitación de un asilo o, tal vez, en la casa de algún hijo donde no se encuentra invitado pero sí se siente un extraño.

            Y con la muerte de los pueblos no sólo muere el pueblo y sus escasos habitantes, también muere una parte importante de nuestra identidad, del ser que siempre hemos sido y nunca más volveremos a ser, una vez que el trajín urbanita nos sea inoculado en nuestras venas llevándonos de acá para allá, haciéndonos así olvidarnos de esa parte de nuestra identidad que nos estorba como si de un lastre se tratara, esa parte de nuestra identidad que huele a muerto. También muere el amor por la Naturaleza en estado puro; el amor por la tierra que nos daba de comer; el amor por la caza de hambre y no de trofeo, la que nos decía cuando es bueno y cuando no disparar al conejo  o la perdiz, adaptándonos, al fin y al cabo, a los ritmos naturales de la procreación; el amor por el ganado, que no mascotas, y su pastoreo como siempre se ha hecho, que nos aportaba el trabajo y la carne para el cocido; el amor por la agricultura que nos ofrecía, tras duro esfuerzo, el pan nuestro de cada día. Y las palabras: también morirán las palabras que nos sirvieron para reconocer a ciencia cierta los utensilios y para qué se utilizaban, los árboles y sus usos, los pájaros, las flores; las palabras que conformaban los refranes repletos de sabiduría, los romances con tristes y alegres finales, las canciones de matanza y las de fiesta.

            Y mientras tanto, en la ciudad, los desmemoriados gobernantes, preocupados por el terciopelo con el que se encuentra tapizado el sillón al que se aferran e incluso se encadenan para nunca ser desalojados, olvidan, como buenos e interesados olvidadizos que son, que los pueblos y, sobre todo, sus gentes son también parte de lo que tienen que gobernar y administrar. Y así dejan que las escuelas rurales se vayan cerrando, no sé si por ignorancia o a sabiendas, y crean leyes educativas absurdas e ineficaces que obligan a los niños a salir de su colegio y por ende de su pueblo antes de tiempo para ir a la ciudad a rematar sus estudios obligatorios, teniendo que hacer una hora de autocar o, por otro lado y aún peor, emigrando con sus padres, dejando al pueblo sin niños ni matrimonios jóvenes que aporten la imprescindible vitalidad que los pueblos necesitan.

            Y qué decir del médico rural, que tiene que recorrer varios pueblos a la semana, sin poder prestar servicio diario en cada uno de ellos, a la vez que muchos profesionales españoles tienen que emigrar a Reino Unido u otros países europeos, con la falta que hacen aquí. En las poblaciones envejecidas donde las enfermedades y los achaques de la edad son evidentes en el día a día, se hace harto necesario la presencia del médico rural, que atienda, que escuche (a veces con esto basta) y que preste un servicio básico para el bienestar social.

            Y no nos olvidemos de los abusivos impuestos de sucesiones, que no contentos con tener que pagar al Estado sanguijuela por enésima vez la casa de tus padres,  sablean sus ahorrillos de toda una vida de privaciones. Esta importante e innecesaria sangría se convierte en el descabello de la vida rural, la puntilla que destroza la cerviz de los pueblos. El urbanita español asido con fuerza al olvido de sus raíces y ahíto de imágenes en pantallas de plasma y de conexión a internet, no está dispuesto, y con lógica, a tener que pagar a hacienda por la casa de sus padres o de sus abuelos, necesitando para ello unos ahorros imposibles de ahorrar y unas ganas de volver a sus raíz que tiempo ha que desaparecieron. Y las casas, y los huertos, y las cercas, y las suertes y los prados quedan incultos a la espera de que el Estado carroñero los devore sin remedio ni solución, si no antes han sido devastados por el fuego.

            Y este importante problema se torna de difícil solución. Mientras no exista conciencia de su existencia y deje de ser una breve noticia en el telediario para convertirse en un problema a solventar, no se va a empezar a buscar posibles soluciones. Porque el problema, que no noticia, afecta no sólo a los pueblos y sus habitantes sino también a la Naturaleza que los circunda, creándose así un problema medioambiental, y eso, muy señor mío, son palabras mayores, pero de donde pueden empezar a llegar remedios. Porque el urbanita medio de reciclaje diario y conciencia ecológica recién adquirida al que los abuelos de chaleco y boina y el cabrero sin futuro se la traen al pairo, pero, amigo, el Medio Ambiente, que no se la trae al pairo, eso sí que necesita protección. Y de ahí sí que podrán salir soluciones mediante presiones a los cómodos gobernantes de terno azul y coche oficial en la puerta. Y hasta entonces no se ofrecerán ayudas, facilidades y subvenciones para la repoblación (como si de tierra conquistada a  moros se tratase) de los pueblos que languidecen y se extinguen. Hasta que esto no ocurra, seguiremos subvencionando a colectivos que realmente no lo necesitan aunque les sirvan para vivir sin trabajar o a los que de problemas individuales hacen graves problemas sociales o desperdiciando el dinero en obra pública inútil, ridícula y que sólo sirven para llenar bolsillos ajenos. Y millones de agujeros sin tapar que no me caben en este escrito.

jueves, 13 de octubre de 2016

Don Meme, el "individualista"

-A partir de ahora me declaro INDIVIDUALISTA.-Soltó de sopetón Don Meme, que no memo. Tan de sopetón, que repentinamente se le cayó la colilla del cigarro que llevaba adherida a los labios desde hacía dieciocho meses, al menos. Tanto ruido hicieron las palabras al caer sobre la mesa de mármol del café, que ésta se movió ligeramente.
   - No diga usted memeces, don Meme, - le espetó don Tirso- que no está el horno para bollos.
                Ninguno de los tertulianeses y tertulianesas sabía a qué horno ni a qué bollos se refería.
   -¡Oiga usted, señor narrador!¡Haga el favor de guardar y hacer guardar el estilo y la necesaria economía del lenguaje!- Me dijo enfurecido Don Cefe, el filólogo circuncidado.- ¿Qué clase de narrador es usted?
   - Perdone usted, no volveré a cometer tamaña incorrección, tan en boga en estos días titubeantes, ni a interrumpir alegremente.- Le respondí notando en mis mejillas un incendiado arrebol.
   - No es ninguna memez. Es la realidad: soy individualista empedernido.- Se tiró Don Meme del ajado chaleco del terno ídem.
  - ¿Pero a qué se refiere usted con eso, Don Meme?- Preguntó inocentemente Don Gumer, Sindito para la familia y las allegadas mujeres públicas de la calle Montera.
                Don Meme, que no memo, se atusó el bigote inexistente, púsose en pie, como para dar un cierto empaque a sus palabras, tiró, como era su costumbre de los faldones, que en un lejano y olvidado principio tenían un color azul, de su chaqueta americana; recogió del apático mármol la rancia colilla que, minutos antes, había sido propulsada junto a su rotunda afirmación sobre la mesa, se la acopló a los labios humedecidos, mientras pensaba que no sería capaz de ningún tipo de discurso o arenga, por mínimos que fueran, sin su colilla pegada a los labios, aunque, también pensó, que de este modo sus palabras, ni siquiera sus sílabas o fonemas, sonarían con la grandilocuencia que la ocasión requería.
-Señores,- le salió una voz de pito de horrísono chirrido- el individualismo es el futuro. La ideología que ya mueve, y en el futuro, moverá este estático mundo: es el motor que tanto necesita. De hecho, todos somos individualistas en el fondo y en la forma, aunque no lo sepamos o no lo queramos saber.  Todos queremos vivir a nuestro aire fresco serrano y que nadie nos toque la prominente funda de nuestra pituitaria. Todos queremos vivir disfrutando de la vida, sin tener que dar explicaciones pintureras a nadie de nuestros actos, sean banales o no. Ése, y no otro, es el ideal máximo al que el hombre como individuo puede aspirar. – Don Meme, que no memo, el individualista empedernido, tiró ritualmente de los faldones de su chaqueta americana, como dando por terminado su discurso o arenga pretendida.
                Hubo un pequeño murmullo de opiniones diversas por los alrededores de la mesa de apático mármol, como un zumbido de laboriosas abejas en un panal: algo de ruido, pero ninguna nuez. Solamente Don Tirso, el diplomático, se levantó de la silla a la vez que levantaba la voz de esta guisa:
-Me parece muy loable y pretendidamente elocuente su discurso, Don Meme; pero tengo algunas dudas al respecto, dudas que me encantaría que usted me aclarase. En primer lugar, usted se declara individualista y claramente afirma que el individualismo es la ideología que ya mueve y que moverá este inerme mundo. Pero, aparte de que el mundo ya se mueve él solito, - respiró Don Tirso haciendo estirar  su pellejito de pollito famélico bajo su terno de faralaes, no por sus retorcidos volantes  sino por los lunares de suciedad que lucía- ¿no piensa usted que si cada individuo poblador del orbe, ejerciera su derecho al individualismo aplicando su propia fuerza en la dirección que a él le viniere en gana, no habría una enorme contraposición de fuerzas divergentes en todas y cada una de las direcciones posibles en que cada individuo aplique dicha fuerza?
-Toda esa contraposición de fuerzas- contestó Don Meme, que no memo, el individualista declarado- generaría una fuerza tal que sería capaz de mover el mundo, sino todo el sistema solar, incluido el huerfanito Plutón.
-¿Pero en qué dirección lo moverían?- Replicó Don Tirso, el diplomático.
-En la del avance y el sacrosanto progreso. Todos, de manera individual, como de otra manera no podía ser, aplicaríamos nuestras fuerzas vitales. Así, de este modo, no tendrían cabida los vagos de solemnidad, que no quisieran empujar hacia su lado.
-No es cierto, - volvió a replicar Don Tirso, el diplomático, a la vez que elevaba el dedo índice hacia la patria de las arañas en que se ha había convertido el techo del café- ya que el individualismo que usted pregona no sería otra cosa que el campo arado y abonado para la plena realización del vago. De hecho, el vago de solemnidad, el vago de flojera sempiterna, el vago de eternidad diagnosticada y hasta el vago del revés son los mejores accionistas de la que usted considera la ideología del avance y del sacrosanto progreso. Si, como usted pregona, cada uno va a los suyo, olvidando que somos seres sociales por naturaleza, igual que los son los estorninos de bandos infinitos y las grullas de bandos ortográficos, verbigracia, el vago no se levantaría del catre, ya que su esfuerzo no le llevaría a ningún lado…- Volvió a respirar Don Tirso hasta llenar su pellejito de gaita desafinada, esta vez de modo fatigoso y alarmado, ya que Servando, el camarero de Huesca, había tropezado con la punta del bastón cañí de Don Francisco, el torero de salón, y había vertido parte del café con leche que portaba en el yelmo de Mambrino que hacía las veces de bandeja sobre la generosa, aunque no voluptuosa, pechuga de Doña Reme, la viudita del General que no pasó de sorche, que, ante esto, a voz en grito acusaba al camarero de haberle producido quemaduras de primer grado en la delicada piel de su dadivoso escote. Una vez calmado el alboroto cercano mediante las repetidas disculpas del dueño del café, alternadas con vehementes miradas y reprimendas hacia Servando, el torpe camarero de Huesca,  Don Tirso, el diplomático, del que casi ya nos habíamos olvidado en beneficio del espléndido, por desprendido no por magnífico, escote de Doña Reme, la viudita del General que no pasó de sorche, volvió a inquirir a Don Meme, que no memo, sobre su nueva adscripción ideológica- Y, como íbamos diciendo: ¿ese vago no chapotearía mejor en la sociedad que tiene por objeto un objetivo común, que en la ciénaga individualista? Y digo esto, Don Meme, porque el vago suele tener su voto, y por ende su vida,  subvencionado, asunto que sin duda le hace ser un poco, o un  mucho más vago. Y aunque la sociedad le reproche su vagueza, también se la subvenciona, chollo que en la sociedad individualista que usted propugna como motor del mundo se le iría al garete.
-Pero Don Tirso,- titubeó Don Meme, que no memo- precisamente por ese motivo, el vago no tendría cabida en el individualismo.
-¿Y qué harían ustedes, los individualistas, con él, si al ir cada uno a lo suyo ni siquiera repararían en su presencia?
-Pues… pues… - volvió el titubeo a sus trémulos labios.- Nos pondríamos de acuerdo para que cejase en su actitud.
-Con lo cual, ya no estarían ustedes actuando como individualistas, sino como los seres sociales que en ningún momento dejaron de ser.- El pellejito de Don Tirso, el diplomático, se hinchó con el cálido aire que proporciona la victoria dialéctica, por otro lado, su verdadera especialidad.

-No sé yo,- intervino con acento gallego Don Cefe, el filólogo circuncidado- pero a mí me da en esta nariz sefardita que Dios me ha dado, que el individualismo que usted propugna Don Meme, es aquel que tiene como único axioma el yo soy individualista para evitar obligaciones sociales, pero para tener derechos y recibir subvenciones, me guardo mi ideología en el bolsillo interior del traje y abrocho el botón. Porque, si no recuerdo mal, ¿no cobraba usted una pensioncilla como compensación a sus muchos años de servicio y dedicación en Correos? ¿Qué va a hacer con ella en su mundo individualista e ideal? ¿Entregarla todos los meses, tal vez?- Sonrió Don Cefe, el filólogo circuncidado, mostrando la dentadura de oro a causa de la nicotina y la achicoria.
-Tampoco hay que ponerse así, llevando todo al extremismo más extremo. – Replicó Don Meme, que no memo, con la cabeza debajo del ala, una vez sus argumentos habían quedado in puribus.- Yo decía que un poquito de individualismo tal vez fuera beneficioso.
-Veo que, una vez usted en cueros tras ser desarmado, y tras tocarle la parte que más duele, relaja muy  mucho su ideología- reía Don Tirso, el diplomático.
                Don Gumer, que salvo tras la primera pregunta no había intervenido y había mantenido durante toda ella su cara de rijosete bobalicón, se levantó con la fuerza y el ímpetu que sólo un fuerte resorte puede imprimir a dicha acción, y dijo que se marchaba, que tenía una cita con una espectacular gachí en el Centro. Todos sabían (o sabíamos) que la tal gachí no era otra que una mercenaria del orgasmo impropio. Este hecho, el levantamiento de Don Gumer y no el orgasmo impropio, fue aprovechado por don Meme, esta vez con cara de memo,  que tras una excusa del todo peregrina, tiró fuertemente de los manoseados faldones de su chaqueta americana, y huyó con un “hasta más ver” gélido y derrotado.

                Poco a poco la tertulia se fue dispersando con despedidas  variopintas, recuerdos a la familia y sombreros de paño cubriendo las cabezas. El café fue deshabitándose, salvo por Doña Reme, la viudita del General que no llegó a sorche, quien había interpretado el incidente protagonizado por Servando, el camarero de Huesca, como un guiño de ojo o un piropo salaz, y ésta miraba a éste con sicalíptica mirada. El dueño del café, al que no pusimos nombre al principio y sin nombre se queda, aconsejó a Servando, el camarero de Huesca, que, debido al desagradable incidente del café sobre la delicada piel del generoso escote de Doña Reme, fuera galante con ella y la acompañara a su casa, y si te guiña el ojo izquierdo, tú le guiñas el derecho; y si te invita subir a su casa a tomar un anisete, tú te tomas el anisete y un coñac , si hace falta,  ya que es buena y fiel clienta de nuestro café.

Humilde homenaje a Café de Artistas de
Don Camilo José Cela, en el centenario de su nacimiento.

martes, 4 de octubre de 2016

TONTOS DEL CULO

           Hay un tipo de personaje con un gran arraigo social y que cuenta entre sus filas con una notable cantidad de individuos (en cien metros uno es capaz de cruzarse con quince o veinte de estos individuos, tranquilamente, sin apenas esfuerzos). Estoy hablando, por si no lo han averiguado ya, de los tontos del culo. Y tú, único y apreciado lector, al leer este introito te habrán llegado a la cabeza varios distinguidos integrantes de esta peligrosa casta. Porque, por desgracia, siempre hay un tonto del culo cerca, como si estuviese al acecho de nuestros pasos: en la tertulia del café, en el gimnasio (gym, lo denominan ellos), en el vecindario, en la familia… Ningún sitio ni ninguna reunión social se libra de la pesadilla, del estruendo sonoro de sus voces, de sus impertinencias por doquier.
            Años ha, existía el personaje del tonto del pueblo, un pobre hombre que bien por negligencia médica o por desgana divina, andaba por la vida con las entendederas algo escasas de raciocinio, pero, por otra parte, con la libido efervescente, tamaña como la de un profesional del amor venido a más. Y del tamaño de esa libido era la inocencia de la que hacía gala este tonto del pueblo. Este entrañable personaje ha quedado relegado al baúl del olvido, defenestrado por el fuerte e inevitable empuje del tonto del culo, quien tiene el conocimiento justo para pasar la mañana, y nada más, pero eso sí, con una maldad y una infamia inversamente proporcional al tamaño de su conocimiento. Con esta inquina, la casta de los tontos del culo se ha hecho, no sólo con el espectro que ocupaban los pobres tontos de pueblo, sino que también se han establecido e infiltrado a fuer de “sinrazón” en todos los estratos y clases sociales.
            Al tonto del culo hay una cosa que no le gusta nada de nada, una cosa que odia con todas sus fuerzas, y no es otra que la de pasar desapercibido, sin pena ni gloria. Es más, en su afán de inmortalidad, algo innato en la condición humana, tal y como ya señaló Unamuno, sólo desea dejar su más horrífica impronta para la posteridad, para las venideras generaciones, como si este valle de lágrimas que es la vida, no fuera tal, sino un remedo del paseo de la fama de Hollywood, arrasado por huellas humanas en el asfalto. Entonces, el tonto del culo que, a pesar de su cortedad, es capaz de encumbrase social y políticamente a puestos de relevancia, con la anuencia de quienes manejan los hilos, lógicamente, pone en práctica todas las tonterías (de ahí su nombre) y tropelías (de ahí nuestro temor), que uno pueda imaginarse, y algunas más. Y este tonto del culo encumbrado, al amparo de la democracia igualadora de almas y de la dictadura de lo políticamente correcto, ha descubierto que éstos y no otros son los únicos y verdaderos caminos para que sus tonterías del culo no sólo sean escuchadas, sino que algunas se lleguen a convertir en dogmas de fe, por cierto, muchos más destructores que constructores, que se suman al compendio de la estulticia contemporánea. Estulticia digna de estudio profundo.
            Pero a este tonto del culo encumbrado no le puede faltar la imprescindible patulea de lambeculos, compuesta por tontos del culo sin encumbrar; tontos del culo útiles, que aún más tontos que los encumbrados, se comportan como los perrillos de alrededor de la mesa, quienes esperan la caridad de algún comensal que, disimuladamente, haga resbalar un chusco de pan que llevarse a la boca. O, peor aún,  como aquel otro perillo que hace mil monerías y zalameos para que sus amos le lancen las sobras del banquete, ante el regocijo y la chanza de éstos y de sus acompañantes. Estos últimos tontos, locos por medrar, ríen las gracietas, aplauden hasta el enrojecimiento, el dolor o hasta la fractura ósea las imbecilidades del encumbrado, y, lo peor de todo, hacen las labores de pregoneros universales de las absurdas y dañinas soflamas del tonto del culo encumbrado. Así, éste, es capaz de llegar a cualquier confín del reino, y su tontería puede llegar a cualquier persona de las consideradas normales. Y todo ello gracias y por medio de todos estos bardajes que le rodean, aplauden y se dejan acariciar en la íntima intimidad.

            Y, por último, el más paria de toda esta casta, pero el peor y más dañino de sus componentes, el tonto del culo por antonomasia, el imbécil sin remedio, el tonto del culo útil para el encumbrado pero inútil para sí mismo, es decir, el palmero que es tan tonto que ni siquiera saca beneficio propio. Éste es el tonto del culo de a pie, de andar por casa, el vecino o el cuñado que se hace eco de las tonterías de antología recogidas en el compendio de estulticia contemporánea, las hace suyas, creyéndose original y superior a los demás, y las repite incesantemente a diestro y siniestro, como si de un viejo disco rayado se tratara. Este tipo, una vez convertido en indispensable altavoz, sin criterio propio ni argumentación, se imaginará valiente, quién sabe si un héroe, defendiendo las causas que tantos tontos del culo le han inoculado, como si habláramos de un virus, sibilinamente y sin que se dé cuenta para que defienda por ellos sus peregrinas causas o ideas. Este tipo no se para a pensar (algo que requiere un esfuerzo) si lo que defiende está más cerca del bien que del mal, ya que convencido está de que es correcto y que todo el que no le crea así será poco menos que el mismísimo Belcebú o alguno de sus malignos secuaces. Este paria acrítico se halla en todos los sitios: en el barrio y en la biblioteca, en el bar o en la librería, en el colegio y en la universidad… porque este tonto puede ser analfabeto, puede tener estudios medios, ser licenciado universitario o incluso catedrático o rector de la Universidad. Da igual. Sólo tiene que convertirse en el tonto del culo útil para el tonto del culo encumbrado. Y ojo lo que giba y molesta este paria, siempre con la misma monserga aprendida de memoria, siempre defendiéndola a capa y espada… bueno, eso no, ya que navegando dejándose arrastrar  por las corrientes de los tontos del culo, convertidos en mayoría, y de la dictadura de lo políticamente correcto la monserga de siempre ya viene defendida de casa; ya no es necesario defenderla valientemente, sino más bien cobardemente bajo el manto del resto de los tontos del culo. Tontos del culo capaces de condenar al ostracismo e incluso la cárcel, si se encargan de legislar, a los que, no siendo partidarios del destino o del rumbo de la nave, navegan a contracorriente a la búsqueda de un destino diferente, por supuesto, al de los tontos del culo.

sábado, 24 de septiembre de 2016

Desenraizados

            Irremediablemente somos urbanitas. Sólo el 20% de la población española reside en zonas rurales; lo cual no significa que no sean urbanitas. La explosión de los medios de comunicación y de las nuevas tecnologías no sólo han tintado de gris uniforme a todos los habitantes, sino que también, y esto es lo más grave, ha cercenado el lazo sagrado que unía al hombre con la Tierra.
            El hombre, habitante o no de las zonas rurales, es a día de hoy un ser desunido al mundo telúrico del que proviene: su piel ya no es del barro que le dio forma, repudiando la ubre, esa bendita cornucopia, que le abastecía de leche y miel. Hoy vivimos dando la espalda, y por ende nuestro hórrido trasero, a lo que la vida nos dio; hoy vivimos como si la Tierra, la Naturaleza fuera un ente, un “algo” lejano, perdido y olvidado que no nos hace falta, que nos sobra para desarrollarnos y vivir nuestra vida en plenitud. Hoy, olvidados nuestros ancestros y su sabiduría transmitida de padres a hijos desde tiempos inmemoriales y, en un momento dado y auspiciada por el imparable y arrollador progreso, segada con guadaña mellada y sin afilar, flotamos en un mundo irreal, desenraizado y mutilado como un ciclán.
            Ya el hombre ha dejado de medir el tiempo por los dictados del campo y de la Naturaleza: ya nadie habla de que su hijo nacerá para después de la aceituna, o que para la vendimia empiezan los críos la escuela. O por sus fiestas y Santos, con un pie en la Iglesia y el otro en el campo, que guiaban la vida, no sólo del hombre sino de los ciclos naturales. Y así, los refranes y los dichos que ayudaban a no perderse en el calendario a la gente de hoy, que no los entiende, no les sirven para nada (si ya no sirven ni para las cigüeñas que por San Blas tiene usted que ver, pues hasta ellas se han tornado urbanitas y sedentarias).
            Con la pérdida de los usos y costumbres del campo también se ha provocado el quebranto del lenguaje que nuestros antepasados manejaban a la perfección. Ese lenguaje vernáculo y conciso que indefectiblemente caminaba de la mano de la vida rural, de las labores cotidianas, de la identidad de los pueblos. Esas bellas palabras que te indicaban el lugar exacto, la herramienta adecuada, la labor insustituible, el misterioso descifrado de la vida. Palabras que a día de hoy suenan a idioma indescifrable, a lengua muerta, a idioma de cateto de boina enroscada del que burlarnos por su “desconocimiento” del lenguaje.
            Y es que algo muy español, o muy humano, vaya usted a saber, ha sido mofarse del paleto, del cateto, suponiéndonos dos o tres plantas por encima de él, y no siendo más que él por propio mérito, sino a fuerza de humillarle y hundirle, de creernos superiores arrasando al otro, despeñando así, de tan infame manera, su ancestral y pragmática sapiencia (ocultada y olvidada por pura vergüenza), sustituyéndola por nuestros efímeros, a golpe de tecnología, conocimientos. Hemos incendiado los silos que  acumulaban el acervo rural y de sus cenizas hemos erigido endebles dioses con fecha de caducidad en la tapa. Unos dioses enjaezados de llamativos cristalitos de colores que engatusan y encandilan, pero que no dejan de ser cenizas, de estar vacuos.
            Pero el hombre actual, como el mutilado de guerra al que tuvieron que amputar una pierna y todavía hoy nota un hormigueo en el dedo gordo del pie que le falta, necesita volver al campo de vez en cuando con el ansia de poder calmar ese amputado hormigueo. Pero igual que el malogrado mutilado de guerra había perdido una extremidad, el hombre de a pie de hoy en día ha perdido o le han practicado una lobotomía de la parte telúrica y ancestral del cerebro, volviéndolo indefenso ante esta Naturaleza a la que cada fin de semana acude a hacer deporte o a admirarla, pero sin quitarse las gafas de madera de visión urbana, con las que se ven pero no se entienden los intríngulis naturales y rurales. Con esta visión aderezada con un carácter buenista tan en boga se pretende defender lo que se desconoce. Porque a pesar de catalogar, estudiar u ordenar por familias, no se es capaz de lograr conocer el espíritu que nos une a las especies vegetales y animales, siempre y cuando se siga catalogando, estudiando u ordenando por familias sin apartar de nuestros ojos las antiparras de visión urbana. Tampoco sabremos escudriñar los lenes equilibrios que equilibran el campo y en muchos casos intentamos enmendar los desequilibrios provocando otros aún peores, siempre que tengamos nuestra cara atildada con las lentes de marras. No entendemos el espíritu ni el sentido porque ya somos de alquitrán y cemento, en lugar de ser del barro con el que nos hicieron.

P.S. Este opúsculo no es un alegato o una búsqueda de la Arcadia feliz y almibarada del mundo rural; simplemente es la humilde opinión de un urbanita sin remedio ni solución.

viernes, 24 de junio de 2016

Agradecido

Queridos papá y mama:
               Os escribo desde más allá del olvido. Y escribo desde tan lejos porque no ha sido fácil encontraros: no tenéis un domicilio fijo donde enviaros la correspondencia ni tampoco os he podido localizar en ninguna de las tantas “granjas” de rehabilitación por las que habéis pasado en todos estos años de peregrinación o huida hacia ningún sitio; siempre que yo llegaba vosotros ya os habéis marchado sin dejar ni rastro. A través de Instituciones Penitenciarias la cosa no fue muy fácil que digamos, no os podéis hacer una idea de la cantidad y calidad de trabas burocráticas que son capaces de poner.
               Pero, por fin, logro contactar con vosotros, y me ha dado una enorme alegría, ya que llevo muchos años queriendo agradeceros haberme dado la vida.
               Quiero agradeceros que gracias a vuestra vida, digamos que disoluta, entreverada de drogas, alcohol y presidios, y tras infinitos e inefables avatares, recalé en un maravilloso Centro de  Menores. Un Centro donde me agasajaron con el sucedáneo de calor familiar  que un niño de corta edad necesitaba.
               Gracias a vosotros y a mi internamiento en el Centro, logré conocer a una verdadera familia, compuesta por muchos niños con una situación parecida a la mía o incluso peor: vosotros, por lo menos, no habíais engalanado mi minúsculo y desvalido cuerpo con magulladuras, moretones y quemaduras de cigarro, entre otras cosas que es mejor callar. Con estos niños aprendí a discernir el bien y el mal, pero un bien y un mal que vosotros sí conocéis pero que el resto de la gente lo entiende o interpreta de un modo muy diferente. Con estos niños, al fin y al cabo los hermanos que nunca tuve y siempre desee, aprendí que el olor a gasolina impregnada en un trapo sirve para menguar la sensación de hambre que asola las tripas y la mente del que lo padece. Asimilé también que el pegamento inhalado pega un “pelotazo”, como vosotros diríais, en la cabeza que te hace dejar de sentir aquello que hace sentirte peor. Lo de hurtar, sirlar y pasar hachís sin que la policía se dieran cuenta, vino algo después. Gracias a vosotros supe de todas estas cosas que te ayudan a "sobrevivir", mientras vosotros deambulabais cuasi moribundos y a trompicones por los poblados de cualquier ciudad de España, mendigando o suplicando tal vez una puta micra de caballo con la que cabalgabais hacia un lugar de difícil retorno.
               Gracias a vosotros y a la vida que me habéis dado, logré averiguar lo que es la verdadera Navidad. Una Navidad aderezada con el cariño de los educadores que libraban y con el de los vigilantes de seguridad que nos custodiaban. Una Navidad con un plato de sopa y varios langostinos para compartir. Una Navidad jubilosa en la que el único deseo era que los escudriñadores ojos de los vigilantes miraran para otro lado para "petardear" el cerebro con una raya de speed o cualquier otra mierda de esas tan beneficiosas para mi pueril salud. Una Navidad dichosa con regalos de la beneficencia. Una verdadera Navidad en familia.
               Por no decir de los cumpleaños. Unos cumpleaños repletos de amigos, con vela en forma de número en la tarta, cumpleaños feliz y regalos envueltos. Unos cumpleaños carentes de los besos y abrazos de unos padres ausentes. Unos cumpleaños felices en familia.
               Gracias a vosotros, la educación aportada y el paso de los años, volví a recalar en otro Centro, aunque esta vez penitenciario, el cual tú, papá, conoces muy bien, ya que cinco años de tu desdichada vida los pasaste entre sus barrotes. Cuatro años de condena dan para mucha narración, pero a estas alturas de la vida, a quién le importan. Sólo deciros, para resumir y no aburriros, que el Capellán de la prisión se preocupó mucho por mí, e hizo todo lo que estaba en su mano para que no me metiera en más problemas de los que ya llevaba y que pudiera acceder a los estudios universitarios que, posteriormente y una vez en libertad, finalicé con éxito.
               Ahora, y siempre gracias a vosotros y ese inestimable apoyo que me brindasteis, puedo escribiros esta carta desde la mesa del despacho del bufete de abogados que he montado junto con uno de los compañeros del Centro, que, como yo, ha salido de la peor de las mierdas imaginables.

               Gracias, papá y mamá. Sin vosotros todo esto no hubiera sido posible. 

miércoles, 15 de junio de 2016

LA ESTELA DE LOS BUITRES.

La Estela de los Buitres es un grabado sumerio que representa a una falange que desfila victoriosa sobre un suelo atestado de los cadáveres de los soldados vencidos a los que acuden los perros y los buitres. Soldados que tuvieron la oportunidad de defenderse ante el empuje de los vencidos.

            A la estela de los buitres que los asesinos de ETA han acudido muchos perros y muchos buitres. Perros y buitres que han querido hacer desaparecer a los fenecidos vilmente asesinados y, de este abyecto e infame modo, sacar réditos y presentarse así ante los desmemoriados como honestas personas y de buena fe. Buena fe que les desbrozará el camino del poder y de los intereses particulares y los de unos pocos, cambiando al perro de collar. Collar que ahoga subrepticiamente la vida de personas comunes, de honor y de paz, a las que les falta el aire. Un aire ponzoñoso y contaminado de palabras, gestos y acciones que nos hacen retrotraernos a pretéritos tiempos en los que tronaban los cañones. Cañones de pólvora mojada, salvo los suyos. Suyos han sido los que con palabras embaucadoras y aprovechándose de la lógica indignación han acercado su sardina al ascua. Ascua que no se apagará en el corazón de los padres, mujeres, hijos y hermanos de todos aquellos que murieron asesinados, y que, al contrario que los soldados defenestrados en la Estela de los Buitres, no tuvieron la oportunidad de defenderse.