Siempre llegaba el primero.
Ocupaba la silla que miraba a la barra de la mesa del fondo. Sobre la mesa
surcada de los arañazos infligidos por la fichas del dominó reposaba un chato
de vino de la casa. A veces, mientras esperaba al resto de jubilados para echar
la partida, tamborileaba en la mesa con los nudillos ancestrales ritmos que
hacían acudir a su mente viejos romances y poemas cantados escuchados en su
niñez. Vivía tocado por una boina negra, más cascabillo que boina, y nunca
olvidaba su chaleco ajado y nevado. Sus manos eran recias, esculpidas durante
muchos años por tareas, ya olvidadas, del campo. Del labio inferior, como un
apéndice o una extremidad más de su cuerpo, colgaba en inexplicable equilibrio
un cigarrillo liado; sabía que estaba prohibido fumar, pero ya había olvidado
el tiempo que llevaba apagado.
Hacía
ya tiempo que quedó solo, ante el mismo altar en el que se unión de por vida a
su esposa. Sus hijos, emigrados desde muy jóvenes a la gran ciudad, llamaban
todos los años por Navidad, arrumbando de este modo a su padre cada día un
poquito más con esa indiferencia desagradecida y gélida. Mucho tiempo había
pasado desde la última visita de sus nietos, un mucho tiempo que había dejado
una indeleble marca de tristeza en su alma. Ya no recordaba cómo sonaba su voz,
ni cómo peinaban sus cabellos, ni de qué color eran sus ojos; pero él los
quería, y soñaba con que siempre se acordaran de él. Siempre intentó mostrarles
cariño, enseñarles cosas del pueblo, pero todo caía en saco roto. La gran ciudad,
como se sorbe un sorbete en verano, había absorbido sus endebles almas.
Mientras
seguía esperando, pensaba que ya pocos días abriría los ojos y respiraría el
aire que siempre había respirado, y que cuando él se fuera, con él partirían
para siempre sus ancestros, a los que nunca había olvidado pero de los que ya
nadie guardaría el más mínimo recuerdo. Y con él también desaparecerían la
memoria de la labor, los nombres atávicos de los aperos, la sabiduría
transmitida que tan útil le fue, los cantares aprendidos que durante milenios
se han ido entregando de viejos a jóvenes. Pensó que todo se perdería, que el
tiempo lo esparciría como el viento esparce las cenizas del vetusto fuego en el
que los rescoldos se han enfriado porque nadie los ha atizado para que no se
extinguieran.
Se
sintió triste, se sintió solo; ya a nadie le importaba lo más mínimo el legado
inmaterial que podía dejar.
Encendió
el pitillo extremidad, se ajustó la boina y se marchó para su casa.
Una
soga pasaba por encima de la viga de
madera que siempre había sujetado la techumbre de su hogar.
Sus
hijos ya no tuvieron que llamar nunca más por Navidad.
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