Las calles de los
barrios deprimidos (mal llamados obreros) de las periferias modernas se hallan
atestados de personas sin espíritu y sin sombra, sin esperanza y sin aliento; llenas
de personas abúlicas y hastiadas, con risas artificiales y vidas deshabitadas.
Las calles de los barrios deprimidos y deprimentes huelen
a marihuana y a cerveza de yonky-lata; huelen a mierda de perro y a pútridos
jardines que perdieron el nombre y la virtud por el camino; huelen a papeles
publicitarios tirados por el suelo y a mala educación enraizada en el alma;
huelen a tabaco de liar y a colillas arrojadas al suelo hollado por el paro y
revestido de subsidios; huelen a orín etílico y cristales rotos.
Las calles de los barrios suenan a estridentes chillidos
de princesas del pueblo desaforadas en el fondo y en la forma y a llanto de
niños que se caen, porque no tienen otro sitio donde caerse muertos; suenan a
eructos con resonancia a lúpulo y a voces intempestivas; suenan a acentos
exóticos e idiomas ininteligibles inventados para la ocasión, que coaccionan a
los jóvenes en los parques; suenan a calderilla de Euro y a aire embolsado que
los niños estrujan para hacer sonar la traca final de una fiesta sin fin.
Las calles saben a desconsuelo y a malos tratos
consumados; saben a droga destructiva e implacable y a locura de andar por casa,
con tratamiento de trankimazín aderezado con vino encartonado; saben a zozobra
y a partida de tute en tascas de asfixiante ambiente; saben a envidia de rancio
abolengo enquistada en el aire y a whatsapp con piercing en el ombligo; saben a
lenguas adolescentes que se buscan en los callejones oscuros sin futuro, y que
una vez que se encuentran explosionan en un amor volcánico sin protección pero
con consecuencias.
Pero las calles de los barrios periféricos también huelen
a traficantes de medio pelo con los dedos de la mano y el cuello enjaezados en
oro de abultados quilates, y el BMW aparcado en la puerta por si hay que salir
huyendo; también huelen a billetes de
despidos procedentes y subsidios improcedentes; también huelen a vagancia
adquirida por años de ayudas, por peces regalados, nunca pescados.
Las calles de los barrios también suenan a televisores de
plasma y a tonos chabacanos de teléfonos móviles de última generación; también suenan
a motores de aires acondicionados para soportar la canícula y a ladridos de
perros de razas peligrosas; también suenan a altavoces iracundos en coches de
miles de euros y a risotadas nocturnas derivadas del hachís.
Las calles también saben a tatuajes para lucir en las
playas de Gandía y al roce de las bolsas de las tiendas de moda; también saben
a cocido y a paquetito de Marlboro de la máquina del bar (el estanco queda
demasiado lejos para ahorrar); también saben a la tapita caliente con las cañas
del mediodía y al vil cubata de después de cenar, que nos desinhibe para deleitarnos
con el salado gusto que desprende la piel de nuestra parienta o el anodino sabor
que destilan las putas del club de la esquina.
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