jueves, 28 de agosto de 2014

Las calles



Las calles de los barrios deprimidos (mal llamados obreros) de las periferias modernas se hallan atestados de personas sin espíritu y sin sombra, sin esperanza y sin aliento; llenas de personas abúlicas y hastiadas, con risas artificiales y vidas deshabitadas.
            Las calles de los barrios deprimidos y deprimentes huelen a marihuana y a cerveza de yonky-lata; huelen a mierda de perro y a pútridos jardines que perdieron el nombre y la virtud por el camino; huelen a papeles publicitarios tirados por el suelo y a mala educación enraizada en el alma; huelen a tabaco de liar y a colillas arrojadas al suelo hollado por el paro y revestido de subsidios; huelen a orín etílico y cristales rotos.
            Las calles de los barrios suenan a estridentes chillidos de princesas del pueblo desaforadas en el fondo y en la forma y a llanto de niños que se caen, porque no tienen otro sitio donde caerse muertos; suenan a eructos con resonancia a lúpulo y a voces intempestivas; suenan a acentos exóticos e idiomas ininteligibles inventados para la ocasión, que coaccionan a los jóvenes en los parques; suenan a calderilla de Euro y a aire embolsado que los niños estrujan para hacer sonar la traca final de una fiesta sin fin.

            Las calles saben a desconsuelo y a malos tratos consumados; saben a droga destructiva e implacable y a locura de andar por casa, con tratamiento de trankimazín aderezado con vino encartonado; saben a zozobra y a partida de tute en tascas de asfixiante ambiente; saben a envidia de rancio abolengo enquistada en el aire y a whatsapp con piercing en el ombligo; saben a lenguas adolescentes que se buscan en los callejones oscuros sin futuro, y que una vez que se encuentran explosionan en un amor volcánico sin protección pero con consecuencias.
            Pero las calles de los barrios periféricos también huelen a traficantes de medio pelo con los dedos de la mano y el cuello enjaezados en oro de abultados quilates, y el BMW aparcado en la puerta por si hay que salir huyendo; también  huelen a billetes de despidos procedentes y subsidios improcedentes; también huelen a vagancia adquirida por años de ayudas, por peces regalados, nunca pescados.
            Las calles de los barrios también suenan a televisores de plasma y a tonos chabacanos de teléfonos móviles de última generación; también suenan a motores de aires acondicionados para soportar la canícula y a ladridos de perros de razas peligrosas; también suenan a altavoces iracundos en coches de miles de euros y a risotadas nocturnas derivadas del hachís.
            Las calles también saben a tatuajes para lucir en las playas de Gandía y al roce de las bolsas de las tiendas de moda; también saben a cocido y a paquetito de Marlboro de la máquina del bar (el estanco queda demasiado lejos para ahorrar); también saben a la tapita caliente con las cañas del mediodía y al vil cubata de después de cenar, que nos desinhibe para deleitarnos con el salado gusto que desprende la piel de nuestra parienta o el anodino sabor que destilan las putas del club de la esquina.

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