Andabas siseando bajo la lluvia,
cubierto de una capa amarilla y precedido de unas pocas vacas lecheras que
anticipaban tu aparición con el sonido característico de sus cencerros. Yo
esperaba apoyado en el umbral de la puerta, temeroso de la lluvia que te
empapaba, para verte, para saber que ahí venías con tu inseparable siseo en los
labios. Este bendito recuerdo me acompaña en multitud de ocasiones y me hace
recordar que me llenaba de alegría verte, ir contigo al campo a cuidar del
ganado, a que me enseñaras lo que era un milano y un pedo de lobo. Soñaba constantemente con que llegara el tiempo
estival en el que me reuniera contigo, en el que disfrutara de tu presencia que
hoy, precisamente, añoro.
Cuando
enfermaste, te cuidaba con el máximo cariño que te podía dar, a pesar de las
edades tontas en las que uno tiene que entrar y descuida la infancia que quiere
abandonar, pero que nunca ha de olvidar. Y yo nunca he olvidado, porque la
infancia que tuve ha forjado al adulto que ahora soy, el adulto que llora
cuando te recuerda y que recuerda todo lo que aprendí de ti, de aquellas
vacaciones que deseaba que fueran eternas, de aquel contacto con los animales,
de la vida del pueblo, de los sueños pueriles de quien esto firma (estos sueños
que todavía me rondan en noches de duermevela y que, aunque irrealizables, aún
deseo que afloren a la realidad cotidiana).
Tampoco
olvido la felicidad que se retrataba en tu cara cada vez que aparecíamos en tu
casa para pasar unos días, el cariño que nos ofrecías y lo que te gustaba jugar
con nosotros, llevarnos para arriba y para abajo, en tus cotidianas labores.
Orgulloso de nosotros: tus dos únicos nietos, que te llenaban de dicha y
alegría.
No
puedo evitar que resbale por mi mejilla unas lágrimas cuando esto escribo,
porque no puedo olvidarte, y menos el día de tu cumpleaños.
Ese siseo que
siempre te acompañaba ha sido un sello de identidad, una forma de recordar
melodías que nunca he abandonado desde que tú me enseñaste a hacerlo cuando apenas
alcanzaba el metro de altura.
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