Lanzas con fuerza la última
colilla al suelo, de la que una pavesa, sin ínfulas nada más que de apagarse,
sale disparada unos, para ella, gigantescos centímetros. Buscas entre la maraña
de objetos de tu bolso unas huidizas llaves que cobran vida cuando tu ciega
mano tantea la coriácea coraza de la que está hecha tu bolso. Por fin las
atrapas y las sujetas como se sujeta a un ratón por el rabo, casi con asco, tal
vez con miedo. Abres la puerta y, sin ser consciente de todo lo que acabas de
hacer, entras en casa pensando en desnudarte, ducharte con la infinita
tranquilidad del que dispone de todo el agua dulce que corre por las arterias
del mundo y tumbarte en el sofá sin hacer absolutamente nada. Te desnudas
frente al espejo, desperdigando por toda la habitación la ropa que te acabas de
despegar del cuerpo. Observas detenidamente tu absoluta desnudez, tu cuerpo
desposeído de todo artificio, libre. Lo miras con la precisión que le aporta al
científico el microscopio, asustada, tal vez, por el calor volcánico que en la
calle, antes de llegar a casa, has sentido con una vehemencia inusitada.
Piensas que ese calor repentino puede ser el pregonero de la extinción de tu
vida fértil y eso te hace buscar pruebas y pistas en tu cuerpo desnudo. Tus
escudriñadoras pupilas se fijan en tus pechos, que han abandonado la antaño
pertinaz posición de firmes por una más calmada posición de descanso. Tu
vientre languidece y se dirige hacia el pubis descendiendo la colina que no
quieres que se convierta en montaña. Y, tras el descenso, aparece tu vagina,
que, retadora, te mira ella a ti, te escudriña como un padre escudriña al novio
de su hija que le acaban de presentar; desde su retesamiento te desafía a
cambiar de pensamiento o, por lo menos, a variarlo, a matizarlo, a no sentirte
frente a un congosto sino frente a una verde pradera en la meseta de la vida. Y
para demostrártelo, ufana se desprende de una gota de sangre que, atraída por
la gravedad, se desliza por el erógeno interior de tu muslo derecho.
Te
duchas y con los ojos cerrados intentas desencolar de tu mente la mirada
retadora de tu vagina, la impúdica gota de sangre que ha marcado un camino en
tu muslo, la maldita sensación de abatimiento por el paraíso que crees
malogrado. Te coges con ambas manos los pechos y, en un intento de recobrar
algo de lo perdido, los juntas y los elevas, intentando devolverles la firmeza
desposeída por el tiempo. Los observas largo rato mientras el agua cae sobre
ellos y explora recovecos sólo hollados por la saliva de aquel amante esmerado
del que, tras llevarte acunada al
séptimo cielo, nunca más supiste, Sueltas tus pechos y al volver a su estado te
das cuenta de que la gravedad y los años no han concluido su inexorable trabajo:
no han abandonado la formación, siguen
pugnantes, listos para la batalla o, mejor, para la guerra. Y ese pensamiento
te hace reír. Y te ríes con una risa vesánica mientras el agua resbala por tu
cara, alcanza tus pechos y tras sentirlos apetecibles se dirige, como el marido
rijoso, hacia el vello púbico, deseoso de alcanzarlo y, mezclándose con una
incipiente menstruación, se lanza al vacío del desagüe. Sigues riendo como
terapia de choque contra tus malos pensamientos.
De
repente en un ataque de locura, sales de la ducha corriendo, te sitúas frente
al espejo, abres tus piernas ligeramente para mostrar tu sanguinolenta vagina a
un insensible espejo que, como contraprestación, te devuelve un cuerpo aún
apetecible. Te quedas mirándolo, las gotas de agua están formando un pequeño
charco a tus pies y piensas lo tonta que has sido y maldices a voz en grito a
tus malditos cambios hormonales.
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