Entre la densa
bruma del recuerdo añejo, aflora a mi memoria la afligida imagen de un pequeño
ataúd de color blanco introduciéndose en un vehículo fúnebre. Acompañando la
terrible imagen, se asoma a mis recuerdos pueriles el rostro lloroso de un
padre desconsolado con los ojos ajados por las desbordantes lágrimas que, una
tras otras, se deslizan por el rostro de la tristeza. No recuerdo nada más. No
sé quien era ese pequeño niño que se aloja para siempre en el diminuto ataúd,
ni tampoco recuerdo los rasgos de la cara del afligido padre. Es un recuerdo
teñido por los brochazos de la ensoñación, muy difuso, pero a la vez muy claro.
El gran
maestro del idioma Don Miguel Delibes, en su novela El Camino, narra
magistralmente la muerte de Germán, el Tiñoso, cuando se disponía a matar a una
culebrilla de agua y el escurridizo légamo le hizo caer y estrellar su cabeza
contra las rocas, feneciendo en el acto, a pesar de la ayuda de sus amigos del
pueblo. Todo tras discutir con Daniel, el Mochuelo, su amigo del alma, sobre si
el canto de pájaro que acababan de escuchar era de ‘rendajo’ o de
jilguero. Germán, el Tiñoso, se marchó
al otro barrio creyendo que el último canto que escuchó era el de un ‘rendajo’.
El niño
desconocido que iba en su ataúd blanco y Germán, el Tiñoso, son dos ejemplos de
muerte infantil. Dos ejemplos de no hace tantísimo tiempo. Dos ejemplos a sumar
a tantos otros niños que, antes de tiempo, montaban con Caronte en su barca.
Unos caídos desde algún edificio en ruinas donde habían acudido a saciar la
inmensa curiosidad pueril; otros ahogados en ríos, o arroyos, o canalizaciones
varias cuando intentaban capturar a esa rana atontada por los primeros frescos
del final del verano; otros atropellados por coches mientras corrían tras la
pelota de “reglamento”. Otros, los más venturosos, aún lucen una cojera
provocada por la fractura múltiple de la tibia y el peroné al caer desde el
viejo castillo, o un ojo que siempre mira al frente sin ver lo que tiene
delante como aquel alambre que en su día se le clavó, o un dedo meñique que tiene
una falange menos que su compañero de la otra mano porque se enrolló entre los
eslabones de una vieja cadena oxidada.
Por suerte, se
han reducido mucho este tipo de accidentes infantiles y muchos niños han
salvado la vida por los avances médicos y de los servicios que acortan
distancias y alargan vidas. También es una norma general que los padres
acompañan o están muy cerca de los parques y lugares donde desarrollan sus
juegos los niños de hoy: unos por temor a que algo les suceda a sus hijos y
otros, los menos, además por evitar el vil comentario de ser tildados como
malos padres. Los niños que ayer corrían libremente tostados por el sol, hoy
son los padres o abuelos que impiden a los niños alejarse más allá de lo que
alcanza su vista; y sin embargo, y a pesar de todo, son más permisivos con sus
hijos que lo que eran sus padres con ellos.
De todos modos
y gracias a los avances médicos antes denotados, hoy en día se ha extendido
entre nosotros como un virus una idea de inmortalidad que nos hace vivir ajenos
a la muerte, de espaldas a la pálida dama. Lastima que nadie nos explique
claramente que la parca es una parte mas, la última, de la vida y a algunos les
llega muy pronto y a otros muy tarde, tan tarde que su cabeza, no preparada
para ello, les convierte otra vez en pequeños bebés. Pero eso, eso es harina de
otro costal.
P.D. Gracias Juanju por ofrecerme esta idea.
P.D. Gracias Juanju por ofrecerme esta idea.
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