Suelo viajar en tren y en metro sumergido en la lectura de algún libro, salvo cuando a mi lado se instalan algunos viajeros incómodos con la música que se proyecta desde sus auriculares tan alta que se puede percibir desde cualquier punto del vagón. En esos casos mi lectura se ve interrumpida por mi cara de incredulidad ante mis perturbadores acompañantes. Pero sé que un tren no es una biblioteca y cada uno ameniza su viaje a su propio estilo, algunos molestando a los demás más que otros.
En estas expediciones por el transporte público que me acercan a la gran ciudad, muchas veces tengo la necesidad de levantar la vista de mi lectura, hacer estiramientos visuales y volver de nuevo a la tarea, como el ciclista que cuesta abajo deja de pedalear para volver con más fuerza al enfrentarse con alguna varga. Y mientras ejercito mis retinas observo al personal que tengo a mi lado, gente de variado pelaje y condición: obreros de la construcción, delatados por las manchas de yeso en la ropa de trabajo y pesadas botas de seguridad, que aprovechan el trayecto para descabezar un ligero sueño; inmigrantes de todas las nacionalidades que acuden a trabajar a restaurantes de comida rápida o a casas donde, bajo la cofia, limpian el polvo acumulado en los anaqueles; caballeros de traje de ocasión y corbata que se dirigen al tedio de la oficina de turno; jóvenes estudiantes vocingleros que se agrupan en bandadas desiguales, donde comentan el último botellón o lo mal que lo está pasando Zutanita por el mal de amores. Y así, con esta compañía, la miríada de personas que usamos el tren nos acercamos indefectiblemente a la estruendosa urbe.
Y tras observar a la fauna y la flora (también hay algún ser inerte) que se erigen en mis acompañantes casuales, también me dedico a percibir las costumbres de éstos cuando viajan. Hace años los viajeros tenían varias ocupaciones en sus diarios trasuntos, verbigracia, dormir plácidamente hasta su estación o alguna más allá; leer libros propios o marcados con el hierro de la biblioteca pública; escuchar música desde su walkman; charlar con quien todos los días se coinciden los horarios o, simplemente, contemplar, como si de una película muda se tratase, el rutinario paisaje de graveras y edificios que, sin querer, se asoma a la ventana del caballo de hierro. A día de hoy los viajeros despliegan una serie de artilugios electrónicos con múltiples y variadas funciones para no ahogarse en el silencio, para ordenar sus pensamientos o para evitar rumiar el encanto de la soledad rodeado de personas. Y en este despliegue de sínicos aparatitos gana por goleada el indispensable y ahora vital teléfono móvil. Pocos viajeros quedan que no se instalen en su incómodo asiento, urguen en sus bolsillos y satisfechos, como si de un cofre repleto de perlas y joyas se tratase, extraigan su flamante teléfono móvil de última generación y, desconozco con qué fin, toqueteen con su índice la pantalla; y así, ensimismados y abstraídos de la realidad circundante se dirigen a sus trabajos o, por el contrario, al cálido hogar caldeado por la televisión, donde les espera la familia o la soledad. Otros, los peores, extraen sus teléfonos móviles y parlotean conversaciones escasas de juicio y sentido durante todo el trayecto con frases tales: ¿Qué haces? ¿dónde estás? ¿cuéntame algo? Y para rematar la faena, después de media hora de absurda conversación: Venga, que ya llego. Ahora te veo. Si vas a ver en breve a tu interlocutor, ¿para qué llevas media hora de teléfono hablando con él? Digo yo ¿no es mejor hablar con esa persona las cosas una vez que estés junto a ella, con el ahorro que ello conlleva y lo efectivo que eso es? Pero bueno, como dijo el torero: Hay gente pa tó.
Queda claro que la sociedad tecnológica es la que manda (cómo podrían leer esto si no fuera por ella) y que los viejos usos que nos gustan a cuatro románticos se convierten en atávicos y, como ahora se dice, desfasados.
Por cierto, ya nadie grita desde el andén de la estación: ¡Viajeros al tren!
No hay comentarios:
Publicar un comentario