Todos mis conocidos están al tanto de mi afición al cine antiguo y a la magia que desprende el blanco y negro. A pesar de eso, no soy un gran espectador de este tipo de cine, quiero decir, que no veo todas las películas clásicas que me gustaría. Ayer, por fin pude ver un drama maravilloso titulado “El hombre del brazo de oro”, protagonizado por Frank Sinatra y la espectacular Kim Novak y dirigida por Otto Preminger. La historia sorprende al espectador de hoy por el tratamiento tan actual que de la adicción a las drogas y su rehabilitación aporta; sin olvidar que el año de facturación de la película es 1956.
Pero, a pesar de lo terrible de la historia, lo que más impacta es la sensualidad y el erotismo desbordante de la actriz Kim Novak. Hay tres imágenes que se me han quedado grabadas a fuego en mi memoria: una de ellas es en la que Molly, su personaje, vuelve a casa desde el club donde trabaja, en su lento y meditabundo caminar un descuidado tirante derecho del vestido deja mostrar un impúdico hombro que hace soñar con la vereda de piel que nos conduce al más exquisito tesoro. Otra es en la que se oculta tras un biombo de la mirada de Frank, el adicto protagonista, para cambiarse y al ataviarse con un casera bata deja entrever al espectador, en un lene segundo, el canal que separa sus pechos. Por último, en una dramática escena en la que Frankie tiene un síndrome de abstinencia que lo está matando, la protagonista utilizando un ardid, logra meterle en un armario y ante los constantes golpes del cautivo, ella se apoya en la puerta de la improvisada celda y, a pesar de lo atroz de la escena, muestra a la cámara cómo sus senos intentan forzar su ropa para salir a la libertad que en ese momento Frankie igualmente ansía.
Estos son tres de los momentos culmen del erotismo que desprende Kim Novak en esta película, pero no son los únicos. Ella en sí misma es el erotismo personificado, o ¿acaso no resulta erótico fregar los cacharros e ir a abrir la puerta con una ajustada falda y tacones? El director de la película supo explotar al máximo la rijosidad sin apenas una caricia o algún recatado beso, sólo con la presencia de la actriz. Yo no encuentro nada más sensual en el cine que este tipo de actrices y su voluptuosa presencia.
En estos insulsos tiempos que corren en los que en el cine y en la calle todo se enseña y nada se insinúa, donde se confunde el erotismo con el sexo explícito, donde las mujeres, que no damas, no visten como mujeres ni como hombres, sino todo lo contario, donde la imaginación o está encerrada o directamente aniquilada, no nos vendría mal echar un vistazo hacia atrás, hacia ese cine en el que un indiscreto tirante de un vestido cae y deja ver un hombro desnudo y el magín del espectador vuela y sueña con acariciar ese hombro. Tal vez con eso descubramos algo bello que va bastante más allá que el placer sexual o la anodina desnudez; algo superior que muestra sin llegar a exhibir; algo extraordinario que hace que el hombre componga un todo con apenas unos retazos de piel.
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