Aprovechando que soplaba un lene céfiro que le acariciaba la cara salió de paseo con su traje de verano color crema. Se ajustó su sombrero panamá y se apoyó en su báculo de madera labrado, más por la edad que gastaba que por la necesidad física de usarlo. Ufano caminaba sonriendo a las damas que, generalmente, hacían caso omiso de un anciano feliz elegantemente ataviado. Por fin, una joven de ágiles pasos sonrió ante el gesto de quitarse el sombrero a su paso; esta sonrisa le agradó y girándose le dijo: “Buenos días, señorita.”
Antes de perderla de vista, las suelas de sus zapatos claros temblaron con vehemencia. Perdió el equilibrio y cayó al suelo; de nada le sirvió el báculo labrado. Vio cómo del cielo caían piedras y trozos de ladrillos. Sus sienes se habían convertido en bombos fuertemente percutidos donde la sangre rebotaba violentamente desde su vetusto corazón. Su mente se encontraba atestada de impotencia. Sus exánimes piernas apenas podían hacer el intento de incorporarse. Sus aterrados ojos miraban en rededor en busca de algún tipo de ayuda. Notó el calor de la sangre derramándose por su frente: Un cascote le había alcanzado. Quiso levantarse y echar a correr; pero su cuerpo casi inerte no respondió a sus deseos. Se sintió abatido. Vencido. Impotente. Prematuramente fallecido.
La gente corría sin dirección concreta. Despavoridos. Nadie reparaba en el anciano del traje color crema que yacía en el suelo a merced del terremoto. Algunos incluso saltaban sobe su cuerpo buscando un incierto refugio a la furia natural. Vio a gente que gritaba. Gente que lloraba. Gente histérica. Y él, al ver su traje color crema sucio y deshilachado, muy despacito se abandonó, se dejó ganar la batalla.
Cuando ya todo le pareció perdido y sus oídos empezaban a dejar de oír el estruendo que le circundaba, sintió una plácida mano que con un pañuelo le secaba la sangre de la frente. Logró levantar la vista y una sonrisa afloró en su boca: la joven de pasos ágiles que antes le sonrió, le decía palabras de ánimo mientras le ayudaba a levantarse. Cuando logró incorporase, distinguió su elegante báculo roto y sin vida entre los escombros. Una lágrima descendió, irremediablemente atraída por la gravedad, por la mejilla de la chica de ágiles pasos.
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