Se puede pasar las horas absorto en la contemplación del comportamiento de un pequeño niño, en cómo observa todo lo que le rodea, en cómo mira con ojos atentos cada fragmento de vida que ante él pasa. Como se suele decir, son “esponjas” que absorben todo el líquido de la experiencia y el aprendizaje; raudos balbucean sus primeras palabras a imitación de lo que sus oídos escuchan; veloces inician sus indiscretas y, muchas veces, fatigosas preguntas sobre el porqué de las cosas… Y el motor que les impulsa es la curiosidad. La curiosidad por observar el nuevo mundo que les rodea, la curiosidad por averiguar cual es su papel en el mismo, la curiosidad por aprender de todo ello.
La curiosidad pueril, generalmente, se va perdiendo con los años y con la rutina que hace invisibles los paisajes que nos rodean diariamente. El mundo rutinario de los adultos hace desvanecer en nuestra mente la curiosidad que nos impulsaba a desarrollarnos plenamente en el enriquecedor aprendizaje infantil. Y todos, a cierta edad, queremos ser adultos, sin darnos cuenta de que, de esta forma, perdemos la inocencia y reducimos la curiosidad que en los primeros años nos mantiene vivos.
Pero algunos adultos rehúyen de perder en los recónditos abismos de los años su cualidad de curiosos. Porque la curiosidad de estos hombres valientes es lo que nos hace avanzar y medrar en nuestras vidas. Porque gracias a esta curiosidad sobre lo que nos rodea nos hace conocernos mejor como especie que puebla este planeta, aún por descubrir.

Los hombres excelentes siempre se han caracterizado por su desmedida curiosidad, la cual les ha llevado a la observación y, tras la posterior aplicación del correspondiente método, a la materialización de ideas que mejoran o ayudan a mejorar la vida de los demás. Estos hombres excelentes son los niños que los demás nunca deberíamos haber dejado de ser.
Pero para los agoreros pesimistas que siempre mantienen que la curiosidad mató al gato, Nietzsche sentenció que lo que no me mata, me hace más fuerte.