En estos tiempos de abundancia y exceso de información en los que disponer tan fácilmente de las cosas las degrada, la sucesión de sonidos modulados para recrear el oído, o sea, la música ha pasado de ser un objeto cultural a un objeto de consumo inmediato. Esta devaluación de la música ha provocado el síndrome del “hilo musical”, o lo que es lo mismo, oigo la música porque está en todos los lados, pero apenas la escucho y, mucho menos, la disfruto. Tenemos mil sistemas de reproducción musical y cientos de discos, pero carecemos de la sensibilidad necesaria para interiorizar una obra musical, para emocionarnos con el sonido de una corchea ligada a una negra, para soñar o para dejarnos llevar a mundos imaginarios o reales embarcados en el pentagrama bronceado por la clave de sol. ¿Es la sensibilidad o la escasez de tiempo de esta vida que llevamos o, tal vez, la degradación de las cosas que son fáciles de conseguir la que nos lleva a esta abulia musical?
Andaba mi mente por estos derroteros cuando una chispa del tamaño de una semifusa hizo saltar mis enlaces neuronales empeñados en el recuerdo de buenos momentos y, gracias a ella, recordé un disco de once canciones que marcó mi adolescencia, mi juventud y me introdujo en un mundo mágico: el de la música celta.
Desfilaban los primeros años noventa cuando mi mejor amigo me enseñó un nuevo disco de vinilo que se había comprado; no sabía nada de la música que hacía el grupo que lo había grabado, sólo se lo había comprado porque le había encantado la portada: Un caballero sobre un caballo blanco, tocado con un casco con cuernos cervales, con el pelo largo ondeando al viento, armado con una espada y una guitarra eléctrica sobre las ancas del blanco equino, cabalgaba hacia un bosque de abetos; así era el dibujo que tanto atrajo a mi amigo. Cierto es que la entrada era bonita, pero una vez que se reproducían los primeros acordes en el plato, la música, muy diferente a lo que dos chicos de catorce años podían escuchar por entonces, te trasladaba al mundo por el que cabalgaba el caballero de la portada. Flautas, violines y banjos se mezclaban en una perfecta mixtura con instrumentos eléctricos actuales, produciendo en la mente adolescente un mundo onírico de verdes valles y ancestrales leyendas.

De vez en cuando, veintialgún años después, escucho la música de “Gente Impresentable” y alguna lagrimilla de emoción lucha por salir de mis vidriosos ojos, recordando los verdes valles que nunca transité y lo mucho que me ha aportado en mi bagaje cultural y personal.
P.S.: Gracias “Boti” porque te encantara la portada de este disco.