sábado, 11 de febrero de 2012

Maldita droga

Suena el teléfono desgarrando la tranquilidad de la noche. Son las tres de la madrugada y  dos agentes bisoños se encuentran ante una inusual situación, requieren el consejo que aporta la experiencia  de su jefe.
-         Jefe, hay un yonqui con un niño de un año en un carrito. No es su padre y no sabe decir qué relación les une.
-         ¿Dónde están?
-         Aquí, donde las cundas.
-         Traedlo para acá.
El jefe no da crédito a lo que acaba de oír. Aumentan sus pulsaciones y nota que la sangre empieza a contaminarse poco a poco de una rabia apenas contenible. Su reciente paternidad le ha hecho más sensible a los problemas que puedan tener los rorros.
Acaban de entrar los bisoños agentes con el yonqui empujando una sillita de paseo con un bebé de apenas un año de edad. Está sucio y luce unos tristes ojos en demanda de cariño. El jefe se percata y le hace una cucamona, que el pequeño agradece con una risita sincera que muestran sus dos dientecillos de abajo. Por su parte, el yonqui está nervioso, parece que necesite fumarse ese chino de caballo que lo traslade del mundo real a ese fantasmagórico  en el que vive. Tiene claro que no quiere estar ahí. El jefe le interroga. “Es mi sobrino”, balbucea inquieto, “bueno… es el hijo de un amigo”. El jefe, a sabiendas de que está mintiendo vilmente, aprieta un poco más las tuercas de su débil engranaje mental. No hace falta mucho para que se derrote: “Me lo ha dejado un amigo mientras iba a la Cañada en una cunda”. Acabáramos.
El jefe saca al niño del carrito y este se abraza a él como un koala. Necesita cariño y se lo agradece al primero que se lo ofrece. El jefe se lo da  a una compañera a la que se abraza con más ahínco si cabe. Huele mal. Se ha hecho caca y el carrito no lleva ni un triste pañal para poder cambiarle. El pequeño sonríe a la joven policía que le acuna. No parece tener sueño.
El jefe llama a un coche camuflado para que lo traslade al Grupo de Menores. A pesar de su experiencia, nunca se había encontrado con una situación tan extraña y a la vez tan dura. No llega a comprender como un padre puede dejar a un hijo tan pequeño con un tío al que apenas conoce y que no sabe cómo le va a tratar ni cómo le va a cuidar. “La puta droga es más fuerte que el amor hacia un hijo”, le dice a la joven policía que acuna al pequeño, a la que no deja de mirar contento.
Cuando llega el coche, el jefe dispone que se lo lleven y que vaya la joven agente con ellos, llevando al niño en brazos. “Id con mucha precaución y muy despacio. El niño no va en su sillita y no podemos arriesgarnos a tener un accidente. Bastante tiene ya el pobre”. El pequeño parece contento.
Pocos minutos después, entra en la Comisaría un yonqui muy sobresaltado, que pregunta por un niño pequeño. El jefe lo hace pasar a la oficina y, sin quererlo, le brilla la ira en sus ojos. Está muy enfadado con lo que acaba de hacer con su hijo y se contiene las ganas de regalarle un sonoro bofetón. “Es mi hijo. Se lo dejé un momento a un amigo porque me fui a comprar tabaco”. Tiene que agarrar la mesa con la mano para no golpearle. “Encima mentiroso, el muy cabrón”, piensa. No puede evitar golpear la mesa con el puño: “Mentiroso”, le grita. Varios agentes acuden a la oficina ante el ruido. El yonqui y presunto padre se siente acorralado. Sus ojos, adormecidos por el efecto soporífero del caballo, miran sin ver a los agentes que han llegado. Mira hacia el suelo avergonzado y dice: “Se lo he dejado a una colega. Me he montado en una cunda y hemos ido a pillar caballo-levanta su mirada hacia el jefe-. Su madre me ha dejado y no tengo con quien dejarle. Soy un enfermo ¿sabe?”.  La férrea mirada del jefe le intimida, agacha la vista y teme que le golpeen. “¡Nadie te va a pegar, cobarde, pero vamos a hacer todo lo posible para que te quiten a tu hijo”, dice una agente.
El jefe ordena al coche que lleva al niño que vuelva a la Comisaría.  Al llegar, el niño no se quiere desprender de los brazos de la agente que le había acunado tiernamente, quizá más tiernamente que nunca en su vida. El jefe, con mucha impotencia,  le entrega el chico a su «padre»: No puede hacer otra cosa. El pequeño rorro no quiere salir del seguro refugio que le ofrecen los brazos que hasta ahora le han abrazado. La situación es muy difícil de digerir, pero no puede ser de otra manera.
Cuando se marchan, el jefe golpea las teclas del ordenador con una fuerza excesiva, la impotencia así le obliga, y redacta un informe dirigido a la Fiscalía de Menores. Mientras tanto, piensa en la maldita vida que le ha tocado vivir a esa inocente criatura.
El jefe termina su turno y al llegar a casa se mete en la cama y le es imposible dormir. Se pregunta si el «padre» podrá dormir.